Todo comenzó con la traición a la corona.
Una princesa que clamaba piedad y un príncipe ciego por las mentiras.
A Freya la obligaron a nacer en un ambiente precario, sin un techo donde vivir, caminaba por las calles robando algo para comer y dormí...
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Era un llamado a lo desconocido, una invitación a explorar los límites del ser y a enfrentar los miedos más profundos.
— ¿Es todo lo que tienes? —Entre sus manos empuñaba una espada. La movía entre los aires con mucha destreza mientras practicaba sus movimientos.
— No —respondió el hombre.
Las miradas desafiantes de las dos personas se entrelazaron en un enfrentamiento silencioso. En el centro de aquel pequeño círculo humano, rodeados por curiosos espectadores, la tensión era palpable. Al finalizar el día, se llevaba a cabo esta peculiar práctica, que despertaba diferentes emociones en quienes la presenciaron. Algunos encontraban diversión en ella, mientras que para otros era una experiencia dolorosa que parecía arrastrarlos hacia la muerte misma.
— ¡Ka-li! ¡Ka-li! ¡Ka-li! —Gritaban las mujeres y algunos hombres.
— ¡¿Qué está pasando aquí?!
Como si hubiera sido un comando invisible, todas las personas presentes en aquel enfrentamiento se pusieron en posición de atención. Con una sincronización impresionante, enderezaron sus posturas y colocaron sus brazos a los costados, mostrando una disciplina impecable.
— General.
— Que alguien me explique qué está sucediendo aquí.
— ¿No ve? Es su iniciación —respondió una de los implicados.
— Kali —una mujer susurró al lado—. Cállese.
— No me diga que esto está prohibido —continuó.
— ¡Por supuesto está prohibido! —Gritó el general—. Cuántas veces tengo que repetir que mis mejores hombres no deben perder el tiempo en batallas insignificantes como estas. ¡Cuántas veces!
— ¡Va, va! ¡Muchachos, dispérsense! —Ordenó la mujer de cabellos rojizos.
Siguiendo las órdenes, algunos de los soldados del ejército de Nepconte se alejaron del lugar con un temor en sus rostros. El General Galio, un hombre de aspecto imponente y severo, era conocido por su reputación de ser implacable y por imponer castigos severos a aquellos que desobedecen sus órdenes.
— General Galio, me sorprende su actitud —continuó la mujer, sarcástica.
— Sargento, la espero en el estudio.
La mujer cruzó sus brazos bajo sus pechos, rodó los ojos y botó aire de la boca.
— Tsss.
— ¿Me escuchó? Al estudio. ¡Ahora!
El hombre canoso se arregló la vestimenta con sus infinitas insignias y se retiró molesto del campo de enfrentamientos.