Capítulo 1

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Ya bañada y cambiada bajo las escaleras con mi mochila en mano. Solo tengo diez minutos antes de que mi mamá encienda el motor del auto y comience a gritarme desde el asiento del conductor que me apure. Siempre hace lo mismo, aunque en parte es mi culpa —siempre me levanto muy sobre la hora.

Entro a la cocina y abro la heladera. De fondo se escuchan los bocinazos de mi mamá. No entiendo por qué me apura si vivimos en un pueblo en donde todo está a menos de diez minutos, y menos si vamos en auto. Debe haberse quedado con la costumbre de vivir en la ciudad.

Me apresuro a tomar una manzana, agarro mi botella de agua y salgo corriendo de la casa, gritando «ya voy» con la esperanza de hacer que mi mamá pare de tocar bocina. Va a hacer que todos los vecinos de la cuadra se despierten y eso haga que nos tomen de punto. Los conocemos hace solo unos meses y la verdad es que no está en los planes arrancar una relación con ellos con el pie izquierdo.

—¿Te digo algo? Tener que estar a las corridas todas las mañanas, podría evitarse si te levantaras más temprano —me dice mi mamá con cara de pocos amigos al tiempo que me subo al auto y acomodo mi mochila a un costado.

Evito contestarle que ya no es así. Ya no vivimos en una ciudad donde el tráfico es terrible a toda hora, acá es muy diferente. Además, disponemos de unos buenos minutos de sobra para llegar a tiempo. También evito decirle que ni siquiera es necesario ir en auto a una escuela que queda solo a diez cuadras de casa, así que solo me limito a asentir con la cabeza. No quiero empezar una discusión con mi mamá y menos antes de este día tan importante.

«Voy a ir a una nueva escuela» me digo a mi misma mientras muerdo la manzana. Sigo sin poder creerlo. Me tomó diez años hacerle entender a mi mamá que la escuela a la que iba no era para mí, que ahí me trataban mal y que no encajaba. Me tomó años de sufrimiento y dolor que mi mamá me creyera que los ojos rojos y las lágrimas empapando mis mejillas eran producto de mis perversos compañeros que lo único que hacían era tratarme mal, burlarse de mí y dejarme de lado. Sin embargo, después de todo lo que tuve que pasar, logré que me cambiara de escuela. No sé cuándo fue que decidió creerme y aceptar que por fin necesitaba un cambio para ser feliz, pero estoy contenta de que lo haya hecho. Incluso me puse aún más feliz cuando decidió que cambiarme de escuela no iba a ser suficiente para mí —había sufrido mucho y necesitaba un cambio aún mayor. No supe al principio a que se refería con eso, pero luego lo entendí. Lo que ella quería decir era que necesitaba mudarme de Rosario a otra ciudad. Pasamos varios días hablando de esto y ambas coincidimos en que un lugar más pequeño que Rosario iba a ser mejor. Además, ella estaba cansada de trabajar tanto, del estrés que la ciudad le generaba y necesitaba un receso de todo eso. Eso y el hecho de que el dinero estuvo un poco escaso estos últimos meses. Sí, Rosario es una ciudad un poco cara y el sueldo de mi mamá alcanzaba para pagar el alquiler, pero no para comprar comida, útiles escolares, ropa... Creo que esa fue una de las tantas razones por las que ella y yo estábamos listas para irnos de la ciudad.

Así que, renunció a su trabajo y me anotó en una escuela en San Pedro, un pueblo a ciento cuarenta y seis kilómetros de Rosario, en la provincia de Buenos Aires. Ella consiguió trabajo en un bar como chef —siempre se le dio bien cocinar, pero nunca lo había ejercido como una profesión— y con eso pudimos comprar una casa cerca del centro del pueblo.

Mi sonrisa es abismal al recordar todos los acontecimientos que me llevaron a estar aquí ahora mismo. Nunca creí que me iba a gustar la vida fuera de la ciudad, pero me pude acostumbrar rápido y lo estoy pasando mucho mejor que antes. Aunque claro, todavía falta la última prueba, la más difícil: la nueva escuela. Me aterra, pero prefiero pensar que este podría ser el comienzo de un nuevo capítulo en mi vida. Uno más feliz, quizás. Pero no quiero mantener mis expectativas tan altas —a pesar de que todo esté saliendo extrañamente bien.

El resto del viaje transcurre en silencio; yo sumergida en mis pensamientos, comiendo mi manzana y mi mamá con la mirada hacia adelante enfocada en la autovía. Sin embargo, la noto un poco tensa. Como inquieta, poco relajada. Parece ser que algo le molesta. La conozco bastante bien como para darme cuenta. Mi madre es muy transparente en ese sentido —cualquier emoción que sienta, se ve manifestada en su actitud, en su forma de hablar, sus gestos, todo. Es como un libro abierto... o mejor, una contraseña muy fácil de descifrar.

—¿Te pasa algo mamá?

Suspira y se mueve incómoda en el asiento del conductor. Es claro que algo le pasa, sin embargo me contesta:

—No, nada. Todo va bien —fuerza una sonrisa poco convincente, mirándome a través del espejo retrovisor.

Frunzo el ceño, pero dejo el tema ahí. No tiene sentido insistir para que me diga algo que sé que no me va a decir.

Ninguna de las dos dice nada más por el resto del viaje. Y, entre el silencio y el ruido de algún que otro auto que proviene de afuera, llegamos a destino.

Y así, toda temblorosa, ansiosa e intentando mantener mis expectativas e ilusiones bajas, me dirijo a la puerta de mi nueva escuela. De todos modos, quién iba a decir que el simple hecho de cruzar una puerta de madera traería tantos cambios a mi vida, ¿verdad?

La tormenta perfecta en una habitación serenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora