Apostasía

170 4 0
                                    

Fui la única persona que se apeó en la estación de Llandrindod. Desde allí subí a un autobús que me llevaría hasta Llanwrthwl. Para llegar al centro tuve que recorrer más de tres kilómetros cuesta arriba por un camino de gravilla. Me dio tiempo a reflexionar y planificar, tiempo para meditar.

Establezco mi cuartel general junto a un leño muerto que encuentro en un claro

entre los árboles. Noto la esponjosidad del tronco podrido bajo los huesos de mi pelvis.

Hace ese tipo de día en que te gustaría no llevar ropa. Mi perineo, en particular, está

sudado. Me envuelve el olor almizcleño a esporas y hongos.

Me fijo en que en el suelo agrietado han escrito con ramitas y hojas la palabra

«ayuda» en minúsculas. O se trata de alguien que pide ayuda o de alguien que está diciéndome que yo acabo de encontrarla.

Colina abajo, a una distancia desde la que podrían oírme si gritara, hay un caserón

con grandes ventanales en tres de sus lados, se abren desde el suelo hasta el tejado.

El edificio podría definirse como algo entre esos barracones desmontables que utilizan para dar temporalmente clases y una pagoda. Contabilizo diez personas sentadas con las piernas cruzadas sobre colchonetas, la espalda recta, equidistantes como bolos: meditando.

Ninguna de ellas es mi madre. El caserón está rodeado por un espacio con césped, del tamaño de un campo de rounders, en el centro del cual hay varios arbolitos de aspecto inmaduro.

Más allá de la pagoda hay un granero, unos establos, una serie de edificios de

ladrillo rojo y un aparcamiento de gravilla para coches. El retiro de meditación se parece mucho a una granja. Annica significa «ver las cosas tal y como en realidad son».

La luz pierde intensidad; las nubes tienen vetas oscuras. Oigo un sonido similar a un

zumbido, el cántico de una voz masculina procedente de la pagoda.

Me recuerda la imitación que hace Chips de una persona religiosa rezando.

Dice Chips que en horsebang.com casi nunca lo hacen en los establos; Estelle, de

dieciocho años, originaria de Misuri —que dice que nunca volverá a la polla de un hombre

—, lo hace en el prado y para impedir que la chica se mueva utilizan unos arneses

comprados por correo. Aparto la vista de este tipo de equipamiento para especialistas.

El sonido va apagándose y veo que se levantan para estirar la espalda y las piernas; la tranquila sala, ajetreada e iluminada de pronto por un semáforo intermitente.

Sigo la hilera de árboles para observar más de cerca. Me imagino que, estando

iluminado el interior de la pagoda y el exterior oscuro, poca cosa podrán ver ellos desde dentro. Me acerco lo suficiente como para distinguir las caras. Una de las mujeres parece muy joven, como una profesora en prácticas. Tiene el pelo amarillo y mal cepillado; parece estar en contacto con sus emociones.

El caserón se vacía poco a poco; los hombres se van por una salida, las mujeres por otra.

Correteo hasta mi campamento base.

Saco de la bolsa (por el tiempo que llevo ya de viaje tendría que pasar a ser

denominada mochila) un paquete de Pop-Tart de arándanos. Retiro el envoltorio de papel de aluminio y lo como rápidamente, masticando cinco o seis veces cada bocado antes de tragar. Mi madre dice que no mastico la comida todo lo necesario; dice que así hago que a mi cuerpo le cueste más absorber los nutrientes esenciales que necesita. Si estuviera aquí, le recordaría que estoy comiendo un Pop-Tart de arándanos. Si estuviera aquí —ahora que lo pienso, sí que está aquí—, le postularía mi teoría de la alimentación sana.

SubmarinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora