Pow-wow

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Huelo que mis padres me han preparado un desayuno especial.

Mis senos nasales están excepcionalmente despejados.

Me encuentro con un plato de tostadas con mantequilla y beicon, junto con una

botella de jarabe de arce esperando a su lado.

Derramo el jarabe trazando un zigzag. El beicon está tan crujiente que se rompe.

Mi padre me pregunta si estoy escuchando.

Observo la tostada absorber el jarabe. Corto una esquina, la impregno con el jugo y me la llevo a la boca. Percibo aún el sabor amortiguado de la bilis.

Mi madre dice algo sobre que ni siquiera estoy escuchando.

Cojo con los dedos un trozo de beicon y recorto con los dientes la parte grasa.

Mastico cinco veces, trago a continuación.

Noto los músculos del estómago fornidos y tensos. Como si me hubiese pasado la

noche haciendo gimnasia.

Acabo el desayuno y me retiro al sofá del salón para digerir.

Encuentro a mi padre inclinado hacia el espejo que hay sobre la repisa de la

chimenea, inspeccionándose la nariz, tan cerca que podría incluso contarse los poros.

Parece sorprendentemente tranquilo teniendo en cuenta que hace muy poco ha tenido que hablar sobre sus emociones.

Voy calzado con las zapatillas de viejo de la marca Lands’ End que me regalaron

por Navidad. Tomo asiento y acerco las rodillas al pecho.

Observo el recipiente de cristal estriado que hay sobre la mesita de centro. Intento

no pensar en el día en que Chips vino a mi casa a la salida del colegio. Me explicó que en aquel recipiente cabrían sin problema veinte juegos de llaves de coche. Dijo: «Me

encantaría tirarme a tu madre».

Mi padre extrae unas pinzas del bolsillo de su camisa. Prueba con la mano derecha

distintas maneras de sujetarlas antes de decidirse por cogerlas formando otra pinza con el pulgar y el índice. Corta el aire dos veces con tremenda satisfacción. Las cortinas de las ventanas que dominan la bahía están abiertas: pueden verlo perfectamente desde la calle.

No es la primera vez que lo veo de siega. En una ocasión lo encontré en la privacidad de la sala de música, utilizando un CD de Dvorak a modo de espejo, intentando atrapar un pelo de la nariz entre el pulgar y el índice. Pero nunca lo había visto incurriendo en tal exhibición pública de vanidad. Esto no tiene precedentes. Y con descaro, además. Ha

retirado incluso los candelabros marroquíes de la repisa para poder llevar a cabo una inspección sin impedimentos.

Mi padre está intentando mejorar su juego.

Empieza por los pelos rubios que le cubren la punta de su nariz, antes de tirar de los

negros de sus fosas nasales y de los castaños que tiene entre las cejas. Inclina la mandíbula de manera preocupante para iluminar la peca, del tamaño y el color de una uva pasa, que se agazapa en su cuello y en la que habita un único pelo. Es en vano; mi madre ya lo ha intentado infinidad de veces. Sé por experiencia que el zarcillo sobrealimentado de su peca es capaz de crecer un centímetro en cuestión de horas.

Pongo el programa religioso Songs of Praise para ver si con ello consigo que se

sienta mal. Dios creó el vello facial a su imagen y semejanza. Mi padre se tambalea levemente después de arrancar de raíz un par de centímetros de cuerda de banjo que sobresalían de su oreja derecha. Tras examinar el pelo a la luz, me lo muestra, felicitándose.

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