Fregatriz

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Estoy en el jardín botánico y aún no es la hora de comer. Me sorprende descubrir

que el viejo ha cambiado de banco. Está sentado delante del invernadero de plantas tropicales.

Me acerco a unas flores de aspecto sensiblero. Me observa desde el otro lado del camino. Se levanta. Camina hacia mí. No oigo que sus rodillas emitan el sonido de una carraca de fútbol.

Extiende el brazo y apretuja el cuello de la flor, cuya boca hace un mohín y se abre.

—Antirrhinum majus. Anti significa «como», rhinos significa «moco».

Me mira. Tiene ojos lagrimosos.

Añado la palabra «botánico» a su imaginaria placa.

—Como moco —digo.

Tiene el puente de la nariz fino, delicado y perfectamente recto.

—¿Qué hace un muchacho de tu edad dos días seguidos por aquí?

Me quedo mirándolo. De la punta de su nariz asoman diminutos pelos blancos que parecen estambres.

—Si vas a robar flores, cógelas entonces de ese parterre de allá.

Lo sigo. Nos apartamos del camino y llegamos a un macizo de flores situado detrás del invernadero. Camina a buen ritmo, con una cojera saltarina.

—Gardenias chinas. Si no la consigues con esto, no la conseguirás con nada.

Arranca cuatro blancas de tallo largo, unas cuantas hierbas sin flor, y me las da.

Zoe está esperándome en la cafetería. Lleva unos pantalones de pana ancha de color beis que le cubren casi por completo unas zapatillas verdes de loneta y una camiseta azul celeste debajo de una sudadera de chándal con cremallera y capucha de color negro. La

sudadera tiene la cremallera bajada justo hasta el punto donde sus recién estrenadas tetas ejercen presión. El público está terminando sus bebidas calientes. Sonríe, como cabría esperar. Recoge detrás de las orejas su brillante pelo castaño.

No dice palabra sobre las gardenias chinas. Me coge la mano que tengo libre y tira de mí hacia unas puertas dobles que se abren a una oscuridad casi completa. Me guía escaleras arriba. Aprovecho la oscuridad para imaginar a Zoe como una grasienta montaña de tortitas, arrastrándose como un gusano escaleras arriba. Se detiene brevemente en un

descansillo. A mi izquierda, siguiendo un breve corredor, un escaso destello de luz a nivel del suelo insinúa la forma de una puerta.

—Esa va a parar entre bastidores —dice, y continúa subiendo. Cuando llegamos al

final de la escalera, abre una puerta.

La sala de control está escasamente iluminada, más oscura que romántica.

Enciende una lámpara de brazo flexible; desprende una luz azul, como la de los lavabos de la estación de tren que impide a los heroinómanos verse las venas. Da la sensación de que estamos sumergidos bajo el agua.

—Bienvenido al camarín. Siéntete como en tu casa. —Arrastra hacia mí una silla de

oficina con ruedas tapizada en cuero. Veo que tiene suspensión hidráulica—. Como

invitado de honor, tendrás también un asiento giratorio.

Extiendo hacia ella las flores. Bajo la luz azul, las gardenias blancas brillan con el

color de los rayos X.

Niega con la cabeza.

—Son gardenias chinas —digo.

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