XI (Joshua)

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XI

Joshua


Lo que nunca me esperé fue que Amelia aparecería un día en la puerta de mi apartamento.

Recuerdo que me sorprendí muchísimo, y me pregunté cómo supo mi dirección. No estaba listo para recibir visitas: vestido con mi cómodo buzo deportivo de quehaceres freelances desde mi hogar, traía encima nulas horas de sueño por intentar correr el software de mi encargo. Fui a abrir pensando que eran del correo, por lo que nada me había preparado para encontrarme con Amelia, escasamente vestida con una falda cortísima y un top que dejaba ver su vientre bajo su chaqueta, de pie en mi puerta.

―Hola ―me saludó. No parecía muy animada―. ¿Puedo pasar?

Mi primer pensamiento tras el asombro fue que, tal vez, no había alcanzado a llegar hasta su hogar después de una fiesta. Lógico, porque estaba amaneciendo; pero faltaba poco para que las estaciones del subte abrieran. No tenía mucho sentido.

―Claro... pasa... ―Me hice a un lado mientras ella entraba. De inmediato, apreté los ojos, los labios y los puños, pensando en el desorden en el que estaba viviendo en ese momento por culpa de mis trabajos. En realidad, yo era muy meticuloso con el orden, siempre que ningún proyecto me consumiera la existencia: ordenar no era una urgencia entonces porque no esperaba nunca a nadie, por eso mi piso era un desastre en ese instante.

Amelia no pareció notarlo.

―Permíteme... ―hice aplomo de mi fuerza para comenzar a recoger cosas del suelo, de una en una. Fui y volví al baño y a la cocina unas dos veces. Me daba una pena enorme que ella me encontrara viviendo en ese estado.

Amelia se adelantó hacia mí con un pronunciado movimiento de caderas al andar, para, a continuación, echarse sobre el sofá frente al escritorio en el que trabajaba con la computadora. Me sorprendí, pues ella pareció no notar el desorden en lo que yo iba y volvía poniendo las cosas en su lugar, hasta sacar una bolsa de basura llena con los restos. No sé cómo era incapaz de verlos.

Cuando terminé de limpiar y vi mi rostro desaliñado en el espejo al lavar mis manos, supe que no existía forma de que no pensara en mí como alguien repulsivo: me veía bastante enfermo con las ojeras ―más que de costumbre― y con las mejillas entradas en mi cara producto de mi deplorable alimentación. A pesar de ello, intenté fingir una sonrisa al regresar con ella. Me senté en la silla ergonómica y me volví en su dirección, con una profunda curiosidad por saber qué la había traído tan temprano a mi hogar.

A pesar de ser ella quien me visitó, no dijo ni una sola palabra cuando le presté atención ni nada, y no hizo más que juguetear con una ondulación muy mona de su cabello, así que aclaré mi voz para preguntarle de nuevo, en vista de que me estaba ignorando:

―¿Necesitas algo? ―pregunté. Indagar acerca de cómo le iba la vida me parecía demasiado absurdo en nuestra situación. Quise darle a entender que podía ir al grano conmigo, que no me iba a enojar ni nada.

Los ojos azules de Amelia, antes tan vivos y ahora tan opacos, se detuvieron sobre mí. Cesó por un momento el jugueteo con su cabello al responderme:

―A ti.

Me quedé mudo. Ella no estaba siendo específica.

―¿Ayuda con la tarea? ―quise preguntar―. ¿Algo que no entiendas con las computadoras, la universidad...?

Ella pareció pensarlo un poco, porque sus preciosos ojos, en su rostro melancólico, vagaron por el techo.

―Sí, eso... ―titubeó―. En clase dijiste que podías enseñarnos a hacer un sitio web. Quiero que me ayudes con eso.

Un trío por mi cumpleaños©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora