VII (Freddy)

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VII

(Freddy)


El oído es el primer sentido en activarse mientras voy despertando; luego vino el tacto, al que le siguieron el gusto a almizcle y alcohol y, casi al final, el olor denso del ambiente que llegó a mi nariz... hasta que decidí abrir los ojos y dar paso a la vista. No necesité del sentido más importante para saber que no estaba dentro de la cama. La cabeza me dolía terriblemente, así que estiré la mano hacia la mesita de noche a fin de dar con las aspirinas del cajón, pero no había nada que pudiera reconocer al contacto. Me preguntaba dónde carajos estaban las malditas medicinas, y fue entonces que comencé a recordar lo que había sucedido en las últimas pocas horas.

«Oh, santa mierda...»

Había un par de risitas que hacían eco más allá de la puerta. Esa fue otra señal para caer en cuenta de que no estaba en mi departamento. Las risas sonaban como Amelia y Joshua.

«Genial. Están cogiendo ruidosamente mientras yo trato de dormir».

Intenté hacer el menor ruido posible al sentarme en la cama a fin de que dejara de darme vueltas la resaca. Si estoy quieto y acostado se pone peor. Busqué con los ojos por toda la habitación algo de beber, cualquier cosa con tal de no pasar por la cocina y ver a esos dos en el sofá, mesa o suelo, fornicando. En definitiva, no estaba para otra ronda, y la idea de mirarlos a los dos cogiendo, sin poder intervenir, me ponía irascible.

Por suerte había una lata de zumo de manzana en el clóset. Amelia nunca fue muy ordenada que digamos. Hice acopio de toda mi voluntad para acercarme hasta ahí sin meter ruido, a pesar de que era difícil ignorar los gemidos rezumbar en mi cabeza desde la otra habitación. Me la bebí casi de un trago; solo dejé un resto para cuando encontrara las malditas aspirinas. ¿Dónde demonios pondría el condenado botiquín de emergencias?

Siempre era lo mismo con ella: desordenada hasta la médula. Las cosas en su habitación no tenían ni pies ni cabeza; como libros entre la ropa o lápices donde debían guardarse las toallas. Daba la impresión de que apenas miraba donde dejaba las cosas. Después, nunca más volvía a verlas cuando las necesitaba.

Miré hacia la otra repisa del clóset y me fijé que ahí era donde guardaba las mantas, perfectamente dobladas. Era obvio que eso no era obra de ella. Eso o Joshua había hecho un milagro con Amelia. La lógica me decía que era él el que se encargaba de esas cosas cuando se quedaba a dormir. Me costaba creer que ella comenzaba, poco a poco, a ser más ordenada. Tenía que ser tarea del perdedor de Joshua de todas formas. Pensar eso era menos doloroso que darme cuenta de que, tal vez, Amelia hubiera cambiado durante los años en que no nos dirigimos la palabra. Se sentía muy raro que algo tan distintivo en ella ya no estuviera. Pero, tampoco era la misma que conocí desde pequeña, y eso no podía negarlo.

Estaba aún más guapa desde que terminamos. Más segura de sí misma. Parecía capaz de tomar al toro por los cuernos y estrellar su cabeza contra él para detenerlo. Me reí un poco al imaginármela. ¡Ahora me creía que fuera a hacerlo! Luego la sonrisa se me quedó en el aire mientras, lentamente, los músculos de mi cara la dejaron ir y algo dentro de mí dolió terriblemente.

Conocía a Amelia desde que éramos niños. Siempre me gustó y cuando la pubertad nos llegó, el gusto pasó a convertirse en atracción. Ella debió verme más como un bro, primo o algo así, porque comenzó a evitar la intimidad conmigo mientras crecíamos. Yo vivía desesperado por un beso suyo, pero era tan evidente que ella no estaba interesada en mí de esa forma, que decidí alejarme y conocer a otras chicas. Luego de un tiempo, al momento de decirle que tenía novia y de que ella se alegrara, oh, demonios, eso realmente dolió; aunque no lo hizo más que el hecho de que volviera a tratarme como un amigo cercano después de enterarse, que hasta parecía que le animara que estuviera con alguna otra chica.

Un trío por mi cumpleaños©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora