▬▬▬ OO5 ; DEPREDADOR

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     Alejarse del joven humano suponía un verdadero esfuerzo físico para Johnny, como si intentaran arrancarle a tirones algún miembro del cuerpo. Mientras aquella casa comenzaba a hacerse pequeña en la distancia, Johnny decidió que debía acelerar el proceso. Por un momento creyó que sería capaz de controlar a su parte animal y de tomarse aquello con calma, pero su lobo intentaba escapar de su cuerpo cada vez que Ten sonreía convirtiendo sus ojos en dos graciosas medias lunas. Sus nervios estaban literalmente a flor de piel, su cuerpo deseaba el cambio con desesperación, mientras la imagen de Ten estirado intentando alcanzar el salero en el estante más alto con la camiseta levantada dejando ver la parte baja de su tonificada espalda se repetía en bucle en su perdida mente.

Aceleró, y el oxidado motor rugió entre sus piernas. Estaba sobrepasando el límite de velocidad y, si aquella escena no dejaba de reproducirse en su memoria, podría provocar un accidente, pero poco le importaba.

Condujo hasta la primera línea de árboles, donde dejó abandonado el vehículo y saltó desesperado hacia las profundidades del bosque, su cuerpo no podía soportarlo más, como una triste jaula de alambre intentando encerrar a un gran león. En cuanto pisó la hojarasca, la neblina de su esencia humana comenzó a emanar de sus poros, envolviendo por completo su figura y liberando la otra mitad de su ser.

En apenas unos segundos, un gran lobo de pelaje plateado se alzaba imponente en el lugar en el que antes había un chico reducido a una bola de nervios. Sus fuertes patas se movieron solas, comenzando una carrera de liberación. Sus sentidos se habían reiniciado, sentía su cuerpo más ligero, pero su cerebro continuaba embotado con cientos de imágenes del joven humano. Sus sonrisas conseguían erizar su pelaje, y sus chispeantes ojos hacían a la bestia sonreír. El espíritu de Ten era alegre y soñador, dulce y amable, y Johnny solo quería cuidar de él y procurar que nadie corrompiera su pureza...esa era su tarea.

Todos sus instintos le gritaban que diera media vuelta y fuera a buscar a su alma gemela, pero era demasiado arriesgado. Nunca haría nada que asustara al humano. Sorteó árboles, esquivó ramas, saltó riachuelos; corriendo se sentía libre, pero aún así necesitaba desprenderse de los grilletes de aquella necesidad. Intentó enfocar sus sentidos en la caza, necesitaba concentrarse en alguna otra cosa que no fuera el muchacho de mejillas abultadas y cabellos brillantes, pero era difícil cuando aquel embriagador aroma aún permanecía en sus fosas nasales, corroyendo su carne, llegando hasta el tuétano de sus huesos y creando un refugio en lo más profundo de su ser. Ahí es donde Ten residía.

Johnny se preguntaba si las limitaciones humanas le permitirían a Ten entender la magnitud de sus sentimientos. Por lo poco que sabía de su especie, ellos no creaban ningún tipo de lazo emocional tangible. Los licántropos, sin embargo, creaban uniones irrompibles mediante el ritual de la marca, y estas relaciones duraban para siempre. Más aún los "Elegidos de las Estrellas". Las parejas predestinadas eran almas que se entrelazaban formando una sola. Para un lobo, encontrar a su pareja destinada significaba encontrar su otra mitad, alguien que se convertiría en su mundo, en el dueño de sus pensamientos. Por eso, Johnny se preguntaba si alguna vez Ten podría llegar a sentir algo parecido a lo que él sentía.

El lobo sacudió su cabeza, debía deshacerse de esos pensamientos pesimistas. Seguía corriendo, en apenas unos minutos ya había avanzado varios kilómetros. Paró en seco, un sutil aroma se mezcló en el ambiente. Su respiración se volvió silenciosa, y sus movimientos cautelosos. Movió las orejas, intentando percibir algún sonido que desentonara entre el viento y el susurro de las hojas. Ahí estaba. Era débil, pero su animal era un experto cazador. Un suave martilleo, veloz y agitado se escuchaba unos cuarenta metros hacia el norte. El animal visualizó el pequeño riachuelo que corría en aquella zona. Lentamente se acercó, notando con más intensidad aquel aroma tan familiar. Era una cierva, no demasiado grande, que bebía tranquilamente de las cristalinas aguas del riachuelo.

Sus patas se flexionaron y su cuerpo se agazapó, músculos rígidos, preparado para atacar. Como una goma elástica liberada de la tensión, el lobo se abalanzó sobre su desprevenida presa, hundiendo sus afiladas garras en la tierna carne de su lomo. Con una dentellada en su cuello, acabó el sufrimiento de la joven cierva. El corazón del depredador latía bombeando adrenalina, el líquido caliente y espeso manchando su pelaje grisáceo.

Había conseguido su propósito, dejar de pensar en el chico humano, aunque, cuando terminó de saborear el último trozo de carne fresca, aquella sonrisa volvió a adueñarse de su mente.

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