Capítulo once.

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La puerta del cuarto de navegación se abrió con tal lentitud que las bisagras rechinaron, y fue cuando Nicolás encontró la silueta de Sofía asomándose por el espacio entreabierto

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La puerta del cuarto de navegación se abrió con tal lentitud que las bisagras rechinaron, y fue cuando Nicolás encontró la silueta de Sofía asomándose por el espacio entreabierto.

―Estamos llegando a tierra ―le informó ella en voz baja.

Detrás del escritorio, con las manos apretando los papeles que sujetaba, el capitán suspiró.

―Pasa ―le dijo―. Ya vendrá alguien a indicarnos cuándo podremos desembarcar.

Sofía se adentró al cuarto con vacilación, echando una rápida mirada hacia la cubierta por encima del hombro. Samuel, Jorge y Jesús la observaban sin afanarse en ocultarlo. Con el amago de cerrarla, los vio movilizarse para flanquear la entrada.

―Cabezaduras ―masculló entre dientes y cerró la puerta.

―He de imaginar que están custodiando la entrada ―supuso Nicolás, y al instante puntualizó―: Otra vez.

Sofía jugueteó con el cordón de la cotilla. Se posicionó detrás de su asiento.

―Te han concedido el beneficio de la duda ―le recordó ella con entusiasmo―. Por fortuna, no han vuelto a hacer un comentario sobre la playa.

―No significa que lo hayan olvidado.

―No, pero...

Sofía presionó las manos en los hombros de Nicolás.

―Lo aceptarán ―le susurró, intuyendo el flujo de sus pensamientos.

Un suspiro profundo evidenció su agotamiento. Dejando los papeles en el escritorio, Nicolás descansó una mano sobre la de Sofía y le dio un apretón.

―Te he convertido en mi querida ―masculló con pesadez e hizo una mueca como si hubiese encontrado un mal sabor en su boca.

Sofía le besó la mejilla.

―No podemos pedir nada mejor dada nuestra situación.

―Podría llevarte a una iglesia y hacerte mi esposa ―levantó la cabeza, buscando sus dulces ojos color ébano―, pero quisiera que en nuestra boda esté tu familia. No puedo ni quiero darte menos.

Una sonrisa tonta se le formó a Sofía, e incapaz de contener su contentura, recogió las faldas y se sentó sobre sus piernas. Le sujetó el rostro con ambas manos y le dejó en los labios un beso que él prolongó, permitiendo que el contacto se llevara parte de su preocupación.

Al mirarlo, comprobó por sus ojos empequeñecidos y la sonrisa débil el agotamiento de una noche entera sin dormir. Con la punta de los dedos, Sofía recorrió el contorno de sus ojos, deleitándose con la textura rasposa de sus cejas.

―No has dormido mucho ―lo acusó con la voz suave y pausada, observando como su gesto denotaba una diversión infantil.

―He estado revisando los documentos que tomamos de la casa de Lope de Castro.

La decisión del corsario (Valle de Lagos 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora