Capítulo siete.

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La Cantina Gallo Nocturno tenía la particularidad de oler a sudor y a alcohol, y ni siquiera se había asomado por la portilla

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La Cantina Gallo Nocturno tenía la particularidad de oler a sudor y a alcohol, y ni siquiera se había asomado por la portilla.

La entrada había estado en penumbras y llena de humo para el momento en que Nicolás bajó del caballo. Dudó por un instante, pero aquel lugar lucía como la clase de lugares que su segundo frecuentaría. Se aseguró de esconder la espada con la casaca antes de entrar.

Tuvo que parpadear varias veces para acostumbrarse al humo y a la poca luz.

Observó los grupos de hombres sucios que carcajeaban como borrachos, sentados alrededor de mesas de madera dispersas, mientras se atragantaban con ron. Una mujer se paseaba por entre medio de la multitud, cantando una canción que no había escuchado antes. Tenía una voz ronca y rasposa, inusual en una mujer. Le hizo considerar que la forzaba para darle dramatismo a su interpretación.

Un hombre corpulento y calvo reparó en su presencia desde la barra, mirándolo ceñudo mientras servía las bebidas. Nicolás levantó la cabeza en un asentimiento breve, indicándole que no venía a causarle problemas. El hombre movió la cabeza y Nicolás continuó su búsqueda.

Con los años que llevaba conociéndolo, imaginó la posición en la que lo encontraría: a medio tumbar de borracho, con una mujer sentada en sus piernas llenando el tarro de cerveza ―o tal vez ron, que lo prefería por encima de cualquier licor―, gritando sus vivencias en alta mar, como si acabara de vencer al kraken, y abriendo la bolsa de monedas para pagar dos o hasta tres rondas más de bebidas. Era la manera en la que Cristiano se arrancaba los corajes.

Para la pena, sin embargo, tenía otra cura: se sumergía en una esquina de la cantina más ruidosa, oscura y caliente que pudiera encontrar y bebía sin parar, levantando la mirada y gruñendo como un animal a cada tonto que se le acercara.

Al detenerse frente a la mesa donde lo localizó, Cristiano despegó la cabeza de la mesa y lo observó, con el brazo descansado sobre la jarra de bronce. Enderezó la espalda con movimientos lentos, como si quisiera aplazar la conversación que le esperaba en cuanto se mostrara lo suficientemente lúcido.

―Compae. ―Cristiano tomó la caña de cerveza e hizo un amago de tomar de ella, pero desistió por la mirada fija de Nicolás―. Por tratarse de ti, capitán, esta noche te invito los tragos ¡Tráeme otra, mamarracho!

―No ―dijo Nicolás en dirección al cantinero―. No quiero tomar.

Sin más, Nicolás movió la silla y se sentó con los brazos cruzados sobre la mesa. Detrás de él, el ruido de monedas al caer al suelo lo puso en aviso del estado de los borrachos: una caña más y se desataría una pelea.

―Te busqué en dos cantinas antes de llegar aquí. ―Lo golpeó en la pierna con la punta de la bota por debajo de la mesa―. Compae, qué desperdicio de conocimientos. Hemos visto como a hombres brillantes se les ha extinguido el ingenio por causa de la bebida.

La decisión del corsario (Valle de Lagos 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora