RELATO 4: La gallina

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Juan era un joven granjero que vivía en una zona rural situada en medio de la montaña. La pureza de la naturaleza que rodeaba su hogar contrastaba con el nulo contacto que tenía con el resto de la sociedad.

El pueblo que le quedaba más cerca, apenas contaba con una docena de habitantes, la mayoría de los cuales eran muy ancianos.

Juan vivía en una gran masía junto a sus padres y su abuela. Su abuelo también solía vivir con ellos, hasta que un día desapareció y no le volvieron a ver más.

Supusieron que se había perdido, pues acostumbraba a salir de caza solo y, las miles de hectáreas de bosque que rodeaban la casa, podían desorientar hasta al mejor de los exploradores.

Su abuelo ya tenía una edad avanzada, pero había pasado toda su vida recorriendo esos bosques. Conocía con precisión milimétrica todos los senderos, caminos y parajes de los alrededores. Por ese motivo, sus padres nunca creyeron que se hubiera perdido.

Por más que lo buscaron por todos lados, nunca lo encontraron. A pesar de eso, seguían tan convencidos de que seguía vivo que, eventualmente organizaban expediciones para peinar hasta el último escondrijo del monte, en busca de pistas sobre su paradero. Nunca encontraron nada.

Tras cada invierno, las esperanzas iban disminuyendo. La probabilidad de que siguiera vivo era tan remota como alentadora, pero aun así, casi de forma ritualística, seguían buscando esperando encontrar respuestas.

Por otro lado, su abuela caminaba con dificultad. A veces salía a pasear por el monte, pero nunca se alejaba mucho. Pasaba la mayor parte de su tiempo cosiendo, leyendo y cuidando el jardín.

Juan por su parte, tenía que ayudar a sus padres. Básicamente trabajaban para poder subsistir de forma autosuficiente. Con la leche de sus vacas, hacían quesos y yogures. Tenían un gallinero que les daba huevos frescos de la mejor calidad. Criaban cerdos para tener carne. Iban a cazar jabalíes y perdices. Regaban el huerto para tener vegetales y cuidaban los campos para tener trigo con el que hacer pan artesanal.

La vida allí era igual de ajetreada que aburrida. Siempre era lo mismo, levantarse bien temprano, trabajar hasta caer rendido, comer, dormir y vuelta a empezar. Con una sola excepción: la víspera de Todos los Santos. Esta noche, siempre ocurría algo tan insólito como desagradable: un buey del establo aparecía muerto y con las cuencas orbitales completamente huecas.

Ya eran varios años seguidos que sucedía lo mismo y nunca había encontrado una explicación. Se dio cuenta por qué todos los animales de la granja gritaban esa noche y justo después, al ir a ver que pasaba se encontraba un buey agonizando, sin ojos.

Ya fuera una broma de mal gusto o un animal salvaje, esta vez Juan se propuso averiguar la verdad. Silenciosamente y sin decirle nada a nadie, cargó el rifle de caza y mientras todos dormían, se dirigió al establo escondiéndose cuidadosamente detrás de una bala de heno, dispuesto a hacer guardia toda la noche.

Una tranquilidad engañosa reinaba del mismo modo que la primera gota de lluvia cae suavemente antes de que se manifieste la tempestad.

Justo a las tres de la noche, todos los animales empezaron a mugir enloquecidos. Juan permaneció quieto, a la espera de alguna señal para actuar.

Entonces, vio como el buey de mayor tamaño se levantó para hincarse completamente hasta que la cabeza le tocó el suelo. Una postura sumisa que el resto de animales no tardaron en imitar.

Juan contemplaba perplejo la insólita escena sin comprender el por qué de ese comportamiento. En eso, apareció una gallina negra, la cual se subió a la cabeza del buey que continuaba postrado sin moverse. Casi sin darle tiempo a reaccionar, la gallina empezó a comerle los ojos arrancándoselos con el pico.

Tan pronto como pudo recuperar la compostura, Juan salió de detrás de su escondite disparando a la gallina, la cual con una extrema agilidad esquivó el disparo. Ésta salió volando del establo, pero Juan logró descargar un segundo tiro que, aunque no bastó para matarla, sí que le tocó un ala.

Juan corrió detrás de ella, pero le había perdido el rastro y la gallina no estaba por ningún lado. Sin saber muy bien como reaccionar, regresó al establo en busca de una jaula para intentar atraparla, pero grande fue su sorpresa cuando al revisar el sitio donde se encontraba el buey arrodillado, encontró el cuerpo de su abuelo con los ojos carcomidos.

Juan, desesperado y sin saber qué hacer, irrumpió gritando en la masía para despertar a su familia y explicarles lo que acababa de suceder, pero mayor fue su sorpresa cuando al entrar en la habitación de sus padres encontró en su lugar a dos gallinas negras.

Completamente enloquecido y desconcertado, fue al cuarto de su abuela y se le heló la sangre al verla tumbada en la cama, medio moribunda y con una herida de bala en el brazo.






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