8. El tiempo de nuestras vidas

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Una vez nuestras manos se encontraron para sostenerse entre ellas, fue mágico, como si el enlace estuviera destinado a existir desde antes de que nacieramos. Senti como la energía y líneas brillantes de colores me recorrían desde los dedos, y se expandian por todo mi cuerpo.

Fue la primera vez que me sentí dueña del escenario, me dejé llevar por lo que sentía e ignoré por completo la necesidad de verme perfecta cuando bailaba.

De esa manera, descubrí que a su lado lo tenía todo, me sentía segura, me sentía feliz, y sentía que podía ser la persona que por años se ocultó.

Christopher y yo no solíamos bailar juntos con frecuencia, de hecho, lo hicimos quizá unas tres veces como mucho, eso porque los ensayos era el punto en que éramos completamente opuestos. Pero cuando compartimos escenarios, fueron de los mejores momentos de mi vida.

Él era un buen bailarín, quizá no tanto como Mauricio o como Samuel, era un poco menos cuidadoso y más emotivo. A pesar de no poseer perfección en sus movimientos, y tener una gran tendencia a desperdiciar la energía, cegado y aturdido por la emoción de ser visto, era maravilloso presenciarlo. Creo que es difícil encontrar personas tan apasionadas como lo eran ellos tres. Muchos buscan lucir bien, destacarse, brillar más que los otros. A Chris sobre todo, no le hacía eco en su cabeza el sobre salir: y justo por eso lo hacía. Se movía porque eso le hacía feliz, y los gritos del público, fueran o no para él, le llenaban de fuerza y vitalidad.

Cuando bailamos juntos me di cuenta de lo cuidadoso que era, buscaba siempre asegurarse de que yo me sintiera cómoda cuando nos tocábamos, y al no tener experiencia en el ámbito urbano, también se preocupó por no abrumarme con la que él tenía. Para cuando nos conocimos el llevaba casi diez años bailando, lo que le hacía un bailarín muy profesional. Yo, por otro lado, poseía currículum de unos cortos tres años, quizá cuatro.

Pero efectivamente llegamos a pelear, porque cuando Christopher se enfocaba en algo, lo hacía hasta con el último pedazo de su alma, sin detenerse hasta conseguir el resultado que él deseaba. Yo, por otro lado, no aguantaba la presión y huía a toda costa del estrés, por lo que nuestra manera de trabajar chocaba. Cuando yo comenzaba a enloquecer y deseaba tomar un descanso, él se molestaba porque no podía detenerse hasta que todo fuera ideal. Y eventualmente yo comenzaba a enloquecer también, estresandome y provocando que nuestros ensayo se llenaran de tensión.

En ningún otro momento le veía más vulnerable, irritado y ansioso que cuando estaba trabajando en algo. Ya fuera un proyecto escolar, una pieza musical para algún encargo, una coreografía. Simplemente porque su mente no podía dejar de pensar en el resultado, en los problemas o imperfecciones. Por eso nunca tenía tiempo para salir, o para divertirse, y llegó un punto en el que terminamos alejándonos por eso, ya que, incluso compartiendo el mismo espacio físicamente, su mente y atención muchas veces no estaba conmigo, sino pensando en la escuela, en el grupo, en su familia o en su futuro.

Después de conocernos y pasar la etapa inicial de atracción, él comenzó a apartarse, pues al estar conmigo, dejó de cumplir con las mil y un cosas que hacía todos los días. Comenzó a fallar en la escuela, si no era la escuela eran sus trabajos externos, sus clases por la tarde, su rutina matutina o la vespertina de ejercicio, o los ensayos con The Keys 8. Y entre todo lo que podía capturar su atención, yo no era una prioridad.

También preferí alejarme un poco, pues aunque salíamos de vez en cuando, cada dos o tres semanas, me abrumaba que no tuviera tiempo para mí, y estar siempre al final de la lista me entristeció.

Dana y Teresa eran las únicas de mis compañeras con las que me sentía en confianza de contarles lo que me pasaba. Además de ellas, tenía a Ángela, kristina, María y Alexa, quienes vivían en mi ciudad natal y eran amigas mías desde que estuve en la preparatoria. A pesar de la distancia, ellas siempre estaban al tanto de lo que me sucedía, siempre me aseguraba de contarles todo, ya fuera por chat o en nuestras video llamadas que podían durar casi un día completo. Ellas hacían lo mismo conmigo, me contaban sus aventuras, sus peleas y sus tristezas. Llorabamos juntas pegadas a nuestros teléfonos o computadoras, de la misma manera en que reíamos.

Todas ellas supieron como fue mi relación con Christopher desde un principio, y cuando las cosas se enfriaron entre nosotras, cada una opinó lo mismo: no valía la pena.

Como Seda Entre Sal Y ArenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora