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Volví cuando el cielo se despejó, en una mañana clara sin nubes de lluvia. No obstante, las aves no cantaban ni se asomaban por las ventanas. El mundo se sentía silencioso, además de solitario.

E imaginar verlo aún dolía, lo que empeoró cuando al atravesar la puerta de su habitación, me encontré a las enfermeras, todas pequeñas y delgadas, intentando cambiarlo de posición en la cama.

Era la primera vez que lograba apreciar sus piernas sin una manta cubriéndolas, completamente desnudas pues la bata de hospital le llegaba solo por debajo de los glúteos. A pesar de que ya había imaginado lo que se encontraba debajo de las sábanas cuando lo visité en ocasiones anteriores, no dejó de ser impactante al fin ver en vivo sus pantorrillas delgadas, en conjunto con los muslos flácidos.

Un enfermera se apresuró a cubrirlo en cuanto se percató de mi presencia. Eran tres las que se encargaban de la tarea de darle movilidad a su cuerpo y cambiar la posición para evitar las úlceras. Pensé que lo ideal era salir y esperar a que ellas terminaran con su rutina. Pero me quedé congelada, mi mente me decía que me moviera, a lo que mis piernas no respondían. Parecían clavadas al piso, de la misma manera en que se quedaron cuando Christopher rodó montaña abajo el día del accidente.

Esa, sería la primera de muchas veces en las que vería su discapacidad siendo tan problemática, enredosa, a veces frustrante. Fue mi primer encuentro con una realidad aterradora, con un cuerpo muerto atrapando a alguien que solía estar lleno de vida.

Las enfermeras cuidaban cada centímetro de su anatomía, sostenían su cabeza, lo manipulaban por debajo de las costillas para conseguir girarlo. Él se quejaba muy bajo, casi era imposible escucharlo pero ahí estaban sus gemidos: llenos de impotencia.

Me quedé helada, sin saber hacia dónde mirar o  dónde ir hasta que él, más por casualidad, posó sus ojos en mí. No parecía haber algo detrás de esa mirada: no se notaba asombrado, apenado o molesto. Tan solo estaba ahí con sus pupilas cafés observando las mías, mientras las enfermeras hacían los últimos ajustes a su ventilador y las almohadas que lo rodeaban.

—Hola —solté algo temblorosa, como último recurso para obligar a mis músculos a salir de ese estado de shock. No obstante, todo mi cuerpo se apretujaba dándome una apariencia de por sí más pequeña y delgada.

Christopher intentó sonreír, pero esta vez, muy contraria a las anteriores, el gesto no logró completarse ni siquiera a la mitad. Tan solo un instante después, dirigió todo su atención a las enfermeras, intentando mirar por encima de su propio cuerpo lo que ellas hacían.

Una le preguntó cómo se sentía, a lo que solo fue capaz de esbozar una media sonrisa. Después dijo con voz cortada, apagada y muy inestable, que se encontraba cómodo. Las dos enfermeras más jóvenes salieron entonces de la habitación despidiéndose con un gesto seco, mientras la otra se acercaba a las máquinas y empezaba a realizar lecturas además de otras tareas que no entendí. 

Tomé valor de nuevo para hablar, así como mis cuerdas vocales hinchadas y temblorosas lo permitieron, salieron palabras inestables.

—Quizá debería irme y volver en otro momento —me sentía fuera de lugar, como si estuviera invadiendo un espacio íntimo, quizá demasiado personal.

La mujer, que parecía un tanto ruda y tosca, con su rostro inexpresivo y frío volteó para mirarme.

—Ya casi termino linda —informó con su voz también dura, que no se suavizaba ni siquiera con las palabras dulces que utilizaba —. Dame unos segundos y los dejaré solos.

Esperé que Chris dijera algo, que me corriera de alguna manera, o diera un indicio de que no me quería ahí,  pero eso no pasaba. Estaba tan enfocada en la enfermera, que no me había dado cuenta de que él no prestaba atención. Sus ojos estaban puestos en el piso, o de repente se movían un poco hacia la pared. Lucía perdido, quizá ausente, como si su mente no estuviera en el mismo sitio que nosotros.

Como Seda Entre Sal Y ArenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora