Lobo.

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IV

Por lo que he podido observar, hay algo en los lobos que no posee ningún otro espíritu animal. Ellos nunca lloran solos. Quizá el sentido de esta definición pueda resultar insuficiente, pero en esencia la especie no se puede catalogar de otra manera. Un espécimen de lobo será débil, cobarde y huidizo si se le aleja del grupo y acorrala como una simple alimaña; sin embargo, en el instante en el que él pueda regresar con los suyos, guárdate tus palabras, pues su fuerza será tan inmensa que el propio cielo llorará por ti. Al fin y al cabo, es lo único que tienen: su manada.

     Silliel se calzó el sombrero, sonriendo con malicia e indicándome con un gesto que le acompañara. Aren, desconcertado, lo siguió tras unos minutos. Si él no dudaba de él, yo tampoco lo haría. De este modo, tras lanzar una mirada dubitativa a los demás Caminantes, me encaminé tras ellos.

     Hay algo en el maestro que me desconcierta, dijo el zorrito cuando lo alcancé.

     ¿El qué?

     Su forma de ser. Su aura es…como un sol. Desprende energía. Es poderoso. Pero, por lo que he podido deducir y probar, su espíritu no es más grande que yo. ¿Cómo es posible que tenga esa capacidad y fuerza, entonces?

     ¿La fuerza de un Caminante se mide por el tamaño de su espíritu?

      Por la clase, no por el tamaño; pero, normalmente, la mayoría de los depredadores, que son los más poderosos, son de una gran envergadura. Piensa en Ela, por ejemplo. Leones, tigres, lobos, coyotes, jaguares… Son grandes. Y la capacidad de este tipo iguala a Fenris.

     Un estremecimiento me recorrió el pescuezo tras escuchar esas palabras. Realmente no tenía idea de qué envergadura tenía el mundo en el que me había metido.

      Silliel nos estaba conduciendo a la casa u hostal que se encontraba al lado de los establos. El edificio era grande e imponente; sus paredes de piedra, abombadas y ennegrecidas por el paso de los años, se inclinaban hacia delante, de modo que daba la impresión de que el lugar estaba a punto de derrumbarse. Un cartel errático se encontraba en la entrada, apoyado contra las escaleras que conducían al portón de roble. El tejado de paja no aportaba ningún punto elegante a la estrambótica edificación.

      El Caminante me indicó con un gesto que entrara. Se quedó en el umbral, cruzado de brazos, mientras yo ascendía los peldaños de roca. Sus ojos castaños me miraban con una curiosidad tan profunda que los nervios atenazaban mis piernas. ¿Qué iría a enseñarme en un hostal?

      Aren estaba igual de intrigado, si cabe, que Silliel. Caminaba a mi lado con las orejas muy estiradas y el cuerpo tenso. Cualquier sonido lo hacía pegar un bote de sorpresa, y su nariz oscura rastreaba cualquier diferencia de olor que pudiera encontrar.

      Llegamos al portón de madera. Mis dedos temblaron ligeramente antes de ser apoyados contra la superficie desgastada y astillada. Silliel me señaló con un gesto que siguiera adelante. No tardó nada en acercarse a donde nos encontrábamos. Que se colocara justo detrás de mí, tras mi espalda, me llenó de remordimiento y sospecha.

      No era tonta. Sabía que me estaba empleando como escudo. Pero, ¿contra qué?

      El aire apenas salía de mis pulmones.

     —Ahora cruza el vestíbulo. ¿Ves esa puerta oscura, la que se encuentra escondida, al final del comedor? Debes llegar a la misma. Nuestro juguetito se estará sintiendo algo excluido, así que démonos prisa. Si alguien te pregunta, di que estaba preocupado por Malec, no por la trifulca con Levy —comentó mientras me adelantaba. Cuando se puso a mi altura me guiñó un ojo, sonriendo—. Esa maldita me tiene cogida del pescuezo, aunque no se podría esperar menos de una antigua ladrona…

Leara y los Caminantes (Crónicas de la Naturaleza I) ©.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora