Tigre.

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II

El que guarda y observa en la sombra. Paciente y certero, conquistará el mundo.

     Retrocedí, asustada. Mi espalda chocó contra la puerta de madera de uno de los establos. El caballo relinchó tras de mí, encabritado, al igual que los demás. El miedo que sentía se extrapolaba a los animales, que pateaban el suelo en un gesto de nerviosismo.

     Ellos me aseguraban que eso no era un animal real y corriente.

     —¿Qué…qué eres? ¿Qué haces aquí?

     Ya lo sabía, pero necesitaba asegurarme. Todo mi cuerpo pugnaba por conseguir pruebas.

     El zorro se sentó a unos centímetros del umbral de la puerta. Clavando sus ojos marrones en mí, ladeó la cabeza, moviendo sus orejas peludas al compás. Él era muy adorable, aunque su existencia me daba pavor. Si estaba en lo cierto, todo cambiaría a partir de ese momento.

     El eco de los cascos de las monturas resonaba por todo el espacio. El olor a heno y heces comenzó a hacerse más poderoso; quizá porque ellos estaban removiendo sus camas en un intento desesperado por alejarse de esa silueta, que no debería estar ahí.

     ¿Qué soy? Soy Aren.

     Su voz, inocente y dulce, volvió a acariciar mi subconsciente. Me estremecí bajo mi capa, consciente de que sentía más frío en mi interior del que había experimentado cuando vi a Ela y a los demás espíritus.

     Parecía muy curioso por mi comportamiento, ya que no cesaba de mover las orejas en mi dirección. También olfateaba de vez en cuando, moviendo los sendos bigotes que coronaban su hocico negro. Todo en él daba la sensación de estar contemplando a un animal salvaje; pero sabía dentro de mí que eso sólo era una apariencia. En verdad, él sólo era una figura etérea, un alma.

     —Eres un espíritu, ¿verdad? Un guía.

     No, soy un zorro. Pero me morí. Me dijeron que podía empezar de nuevo o acompañar a un humano, y te contemplé. Elegí cuidarte.

     ¿Cómo que me contemplaste? Yo…

     De repente, el zorro echó las orejas hacia atrás, escuchando algo. Abrió la boca en una mueca llena de miedo y corrió hacia mí con la cola negra erizada. Me sorprendió mucho observar que la punta de la misma era de color blanco nieve.

      ¡Rápido, escóndete! ¡Viene alguien!

      El nerviosismo me golpeó con fuerza, pero me moví. Sin pensar corrí al establo de Auron y, abriéndolo con una mano temblorosa, me precipité dentro, apretándome contra la pared que conectaba dos cuadras contiguas. El percherón sacudía la cabeza, igual de aturdido que los otros caballos.

     No te muevas.

     El susurro de Aren en mi mente actuó como un calmante; de algún modo logré quedarme quieta, relajando los músculos para calmar mi respiración precipitada. Escuché los pasos del dueño de los establos, quien soltó una maldición y echó una ojeada a los animales, quizá temiendo haber sido víctima de un robo. Sarans era una aldea tranquila, ya que no éramos muchos habitantes, pero no era de extrañar que se dieran a cabo estos sucesos de vez en cuando.

      Me gustaría hablarle a Aren ahora, pensé. ¿Se habrá escondido?

     Puedes hacerlo. Sólo tienes que pensar las palabras. Y no lo necesito; no me ven.

Leara y los Caminantes (Crónicas de la Naturaleza I) ©.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora