Capítulo 23

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Sol estaba cansada después de visitar el sueño de la reina, pero se obligó a entrar a los sueños de los hermanos de la realeza. Tres hermanos y una hermana, todos tenían sueños llenos de ansiedades similares, la mayoría de ellos sobre la reina Gallareta muriendo de alguna manera horrible. Uno de los hermanos tenía una pesadilla tan terrible que Sol no era capaz de llegar a él en absoluto, pero los otros la veían, y parecían escuchar lo que decía. Cada uno de ellos respondió que era Gallareta quien debía tomar la decisión, pero Sol tenía la sensación de que la reina escucharía a sus hermanos más que a cualquier otro consejero que pudiera tener, y si ellos podían persuadirla... Bueno, valía la pena la oportunidad.
     Después de eso, mientras ella y Cieno caminaban de vuelta por el campamento, pasando por tantos muchos dragones dormidos, ella se detuvo, rozando el ala de él con la suya.
     —Podemos hacer más —ella dijo—. No todos, pero... Si incluso algunos dragones hablan de tener mensajes en los sueños de nosotros, tal vez eso hará una diferencia.
     —¿No estás cansada? —preguntó Cieno—. Pareciera que no has dormido en una semana.
     Últimamente había habido muchos vuelos agotadores, más de lo que ella estaba acostumbrada, y lo único que quería era acurrucarse bajo el ala de Cieno y dormir por mes siguiente. Pero esa no era una opción.
     —Puedo hacerlo —le aseguró.
     —Deja que yo también lo haga —dijo, extendiendo sus garras—. Puedes descansar mientras yo lo hago.
     Eligieron dragones dormidos al azar, de pie en las sombras cercanas y dejándose caer ligeramente en sus sueños. La mayoría eran pesadillas; había pesadillas en todo el campamento. A veces, Sol podía abrirse paso y mostrarles que estaban soñando, y entonces la escuchaban. Ella mantenía sus mensajes breves: «La guerra está casi terminada. No hay más muertes. No vayas al Reino Helado. La guerra terminará pronto. Puedes ayudar. Deja de luchar. Corre la voz».
     Encontraron a Junco y a los otros de nuevo cuando la luz de la mañana comenzaba a arrastrarse por el campamento. Pardo, Pantano y Sora estaban profundamente dormidos en un montón de colas y alas, pero Faisán y Junco estaban despiertos, vigilando por ellos con la misma expresión de ansiedad.
     —Hicimos lo que pudimos —susurró Cieno, apretando sus garras en las suyas.
     —Esperemos que pronto reciban nuevas órdenes.
     —Pero deberíamos irnos antes de que nos vean —dijo Sol.
     —¿Quieres venir con nosotros? —preguntó Cieno.
Junco suspiró y miró a sus hermanos y hermana dormidos.
     —No. Quiero decir, sí quiero, pero somos leales a la reina y no queremos ser fugitivos. Ojalá pudiera darles al menos a Pardo o a Pantano, pero ellos no quieren dejar al resto de nosotros. Nos mantenemos juntos. Esa es nuestra manera.
     —Lo siento —dijo Cieno de mala gana—. Me gustaría poder quedarme. Si tienes que luchar... Me gustaría poder estar allí contigo.
     —Yo también—admitió Junco en voz baja.
Faisán sacudió la cabeza pero no dijo nada. Dio un codazo a los demás, y cada uno de ellos abrazó a Cieno para despedirse
     —Hasta pronto —dijo Sol, tratando de sonar más esperanzada de lo que se sentía.
     —Cuídate —dijo Cieno—. Me alegro de que tengas a Junco —envolvió sus alas alrededor de su hermano de nuevo, y luego él y Sol se apresuraron a través del campamento, hacia la seguridad de las montañas. Se quedaron en el suelo, temiendo que los guardias los descubrieran si volaban tan cerca del campamento.
     La mayor parte de las hogueras eran ya sólo brasas, pero algunas habían sido reconstruidas y el olor a carne asada y a humo flotaba en el aire previo al del amanecer. Los pájaros revoloteaban y piaban en los árboles a intervalos poco entusiastas, como si no estuvieran seguros de que debieran estar despiertos todavía. A Sol le dolían los ojos y sus alas nunca se habían sentido más pesadas.
     Habían llegado a los matorrales de las colinas que dominaban el campamento cuando Sol escuchó un sonido diferente que venía de detrás de ellos. No fue el susurro y los pisotones de los dragones ni el tintineo de armas.
     Oyó un canto.
     Oh, los dragonets están llegando...
     —Cieno –susurró—, ¿escuchas eso? ¿Me lo estoy imaginando?
     Él se detuvo y levantó la cabeza para escuchar.
     Vienen a salvar el día...
     Voces en el campamento de abajo —más de una, en diferentes partes del campamento. Los Alas Lodosas estaban cantando.
     Vienen a luchar, porque saben lo que es correcto...
     Era la versión inquietante que habían escuchado por última vez en el Palacio del Cielo, no la habitual canción de taberna que Tsunami solía cantar en la cueva cuando quería molestar a los guardianes. Sol había quedado atrapada en su jaula, sola, expuesta sobre el banquete que Escarlata celebraba para Brasas. Pero todo el mundo lo había oído: el sonido de los prisioneros cantando, resonando sobre los acantilados en la noche. Sol podía recordar la sensación de escalofrío y esperanza que le había producido, y también recordaba las expresiones de los rostros de algunos de los soldados. Esperanza, temor, anhelo... La mayoría de ellas mucho más complicadas que la pura furia visible en Escarlata y Brasas.
     Ahora la sentía de nuevo, como si la arena se deslizara por sus escamas hasta por su columna vertebral. Aquellos dragones que cantaban, eran los dragones que creían en ellos. Ellos eran la razón por la que ella y sus amigos tenían que hacer esto.
     «Espero que podamos hacerlo. Realmente, espero que podamos hacerlo».
Miró a Cieno, que le sonrió. El mero hecho de estar cerca de él la hacía sentir que todo era posible. Cieno era tan transparente, fuerte, confiable y amable. Siempre estaría ahí.
     Cieno había evitado que se mataran unos a otros mientras crecían bajo la montaña, atrapados sólo entre ellos y sus guardianes. Si él no hubiera estado allí, ¿se habrían parecido más a los «suplentes» —los falsos dragonets del destino— que se habían odiado entre sí? ¿Podrían Tsunami, Gloria y Nocturno haber resultado así, hostiles y agresivos y enfadados todo el tiempo, si no hubieran tenido a Cieno para mantenerlos unidos? ¿Sol habría acabado como Profecía, aferrándose a la creencia de una amistad y lealtad que no existía?
     Pero eso no había ocurrido. Habían tenido a Cieno, y él evitó que se pelearan demasiado y hacía bromas cuando alguno estaba triste, y hacía que se preocuparan los unos por los otros, y creía en todos ellos. Hizo de ellos una familia, aunque fueran de diferentes tribus.
     «Él realmente es nuestro alas grandes».
     —Volvamos con los demás —dijo ella, y él asintió, y pronto estaban volando de regreso a la selva.
     «Seis días más».
     «Podemos hacerlo».

Alas de Fuego: La Noche más Brillante (Reescribiendo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora