LA BELLA BASILISA.

27 5 1
                                    

Vivía en cierto reino un comerciante. Estuvo casado durante doce años y de aquel matrimonio tuvo una hija: la bella Basilisa. La pequeña tenía ocho años cuando su madre enfermó gravemente. Un día, la mujer del comerciante llamó a la bella Basilisa desde su lecho de muerte, sacó de debajo de la manta una muñeca y entregándosela dijo:

-Escucha, Basilisa, pequeña, recuerda lo que te voy a decir y cumple mi último deseo: me estoy muriendo y quiero dejarte, además de mi bendición, esta muñeca; llévala siempre contigo y no se la muestres a nadie; si te sucede alguna desgracia, dale de comer y pídele un consejo. Cuando se sacie, ella te dirá cómo solucionar tu problema.

Después de decir estás palabras, la madre besó a su hija y murió. Al morir su esposa, el comerciante se entristeció, como era lógico, pero al cabo de cierto tiempo comenzó a pensar de casarse de nuevo. Era un buen hombre y no le faltaban novias. Entre todas ellas le agradaba una viuda. Era una persona entrada en años, tenía dos hijas casi de la misma edad que Basilisa y, por lo tanto, era un ama de casa y madre experimentada. El comerciante se casó con la viuda, pero se equivocó y no encontró en ella una buena madre para su hija. Cómo Basilisa era la muchacha más hermosa de la comarca, la madrastra y las hermanastras tenían envidia de su belleza, y le torturaban con todo género de trabajos para adelgazara con ellos y se le estropeara la piel con el aire y el sol. ¡No la dejaban vivir!

Basilisa lo soportaba con resignación y cada día estaba más bella y rellenita, mientras que la madrastra y sus hijas se volvían cada vez más feas y flacas de la rabia, a pesar de que siempre estaban sentadas, cruzadas de brazo. ¿Cómo podían arreglárselas? A Basilisa la ayudaba su muñeca. ¡Cómo iba a poder hacer todo la pobre sin su ayuda!
Aunque ella misma no pudiera comer, le dejaba a la muñeca el mejor bocado, y por la noche, cuando todos dormían, se encerraba en el rincón que le habían dejado como dormitorio y la alimentaba diciendo:

-¡Ten muñequita, prueba esto y consuela mi penita! Vivo en la casa de mi padre y no tengo ninguna alegría; mi malvada madrastra me aparta del mundo. Enséñame tú como tengo que vivir y que tengo que hacer.

La muñequita comía y después la aconsejaba, aliviando su pena. Por la mañana hacia todas la tareas de Basilisa.
Mientras ella descansaba, recogiendo flores con el fresquito de la mañana, la muñequita de encargaba de remover la tierra del jardín, regar los repollos, traer agua y encender la estufa. Se lo mostraba a Basilisa y se metía en su escondite. Así le hacía la vida más agradable.
Pasaron los años. Basilisa había crecido y ya tenía edad de casarse.
Todos los pretendientes de la ciudad solicitaban su mano y nadie se fijaba en las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más furiosa, gritaba a los pretendientes:

-¡No concederé la mano de la menor antes que las mayores!

Después de echar a los pretendientes, descargaba su ira en la pobre Basilisa.
En cierta ocasión el comerciante tuvo que marcarse durante un largo periodo por asuntos de trabajo. La madrastra se fue a vivir a otra casa, rodeada por un espeso bosque. En un claro de aquel bosque había una pequeña cabaña donde vivía Baba Yaga; ésta no dejaba acercarse a nadie a su casa y se comía a las personas como si fueran pollos. La mujer del comerciante mandaba constantemente a la pobre Basilisa a hacer mandados al bosque para que pasara cerca de aquella casa; pero ella siempre regresaba sana y salva, pues su muñequita le mostraba el camino y no se acercaba mucho a la cabaña de Baba Yaga.

Una tarde de otoño la madrastra dispuso las tareas para las tres muchachas: una de ellas haría encajes, otra tejería unas medias y Basilisa hilaría, cada una con lo suyo. Apagó la lumbre en toda la casa, dejando solo una vela en el cuarto donde trabajaban las muchachas.
Después se fue a dormir. Las muchachas seguían haciendo sus labores cuando, de repente, se torció la vela. Una de las hijas de la madrastra tomó unas pinzas para enderezar la mecha, pero, en vez de eso, apagó la vela como por descuido, tal como se lo había mandado su madre.

Cuentos RusosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora