LA CIENCIA MÁGICA.

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En una aldea vivían un campesino con su mujer y su único hijo. Eran muy pobres, y, sin embargo, el marido deseaba que su hijo estudiase una carrera que le ofreciese un porvenir brillante y pudiera servirles de apoyo en su vejez. Pero ¿qué podían hacer? ¡Cuando no se tiene dinero...!

El padre llevó a su hijo a varias ciudades y pueblos para ver si alguien quería instruirle de balde; pero sin dinero nadie quería hacerlo. Volvieron a casa, lloró él, lloró la mujer, se desesperaron los dos por no tener bienes de fortuna, y cuando se calmaron un poco, cogió el viejo a su hijo y otra vez se marcharon ambos a la ciudad cercana. Cuando llegaron a ésta encontraron en la calle a un hombre desconocido que paró al campesino y le preguntó:

-¿Por qué estás tan triste, buen hombre?

-¿Cómo no he de estarlo? -dijo el padre-. Hemos visitado muchas ciudades, buscando quien quiera instruir de balde a mi hijo, y no he podido encontrarlo; todos me piden mucho dinero y yo no lo tengo.

-Déjamelo a mí -le dijo el desconocido-. En tres años yo le enseñaré una profesión muy lucrativa; pero, acuérdate bien: dentro de tres años, el mismo día y a la misma hora que hoy, tienes que venir a recogerlo; si llegas a tiempo y reconoces a tu hijo, te lo podrás llevar; pero si llegas tarde o no lo reconoces, se quedará para siempre conmigo.

El campesino se puso tan contento que se olvidó de preguntar sus señas al desconocido y qué era lo que iba a enseñar a su hijo. Se despidió de éste, volvió a su casa, y con gran júbilo contó lo ocurrido a su mujer. No se había dado cuenta de que el desconocido a quien había dejado su hijo era un hechicero. Pasaron tres años; el viejo había olvidado por completo la hora y el día y no sabía de qué modo salir de este apuro. El día anterior a aquel en que el campesino tenía que presentarse al hechicero, su hijo, transformado en un pajarito, voló a la casa paterna, se situó delante de la cabaña, y dando un golpe en el suelo con una patita volvió a su estado primitivo y entró en la casa hecho un joven guapísimo. Saludó a sus padres y les dijo:

-¡Padre! Mañana es el día en que tienes que venir a buscarme, pues se cumplen los tres años de mis estudios, cuida de no olvidarlo.
Y le explicó a qué sitio tenía que ir y cómo podría reconocerlo.

-Mi maestro tiene en casa otros once jóvenes discípulos, los cuales se han quedado para siempre con él porque sus padres no llegaron a tiempo para llevárselos o no han sabido reconocerlos; si a ti te sucediese lo mismo no tendría más remedio que quedarme toda la vida con él. Mañana, cuando llegues a casa del maestro, él nos presentará a los doce jóvenes transformados en doce palomos blancos todos exactamente iguales; tú tienes que fijarte, pues al principio todos volaremos a la misma altura; pero luego yo volaré más alto que los otros; el maestro te preguntará: «¿Has reconocido a tu hijo?». Tú señálale el palomo que vuela más alto.

Después -prosiguió el hijo- te presentará doce caballos que tendrán todos el mismo pelo, las mismas crines y la misma alzada; fíjate bien en que todos estarán muy tranquilos menos yo, que me moveré y golpearé el suelo con la pata izquierda. El maestro te repetirá la pregunta de antes y tú, sin titubear, señálame a mí.

Después de esto -siguió el hijo- aparecerán ante ti doce guapos jóvenes todos de la misma estatura, del mismo color de pelo, con la misma voz, y estarán vestidos y calzados todos iguales. Fíjate bien entonces en que se posará en mi mejilla derecha una mosca pequeñita; ése será el signo por el que podrás reconocerme.
Se despidió de sus padres, dio un golpe en el suelo, y al instante se volvió a transformar en un pajarito, que se fue volando a casa de su maestro.

Por la mañana el padre se levantó temprano y se fue en busca de su hijo. Cuando se presentó delante del hechicero, éste le dijo:

-He enseñado a tu hijo durante tres años toda la ciencia que yo sé; pero si tú no le reconoces se quedará conmigo para siempre.
Después soltó doce palomos todos blancos que no se diferenciaban en nada. El hechicero dijo entonces al padre:

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