Capítulo VIII
¡Bienvenido, abuelito!
La impresión fue mayúscula. Don Juliano no esperaba el recibimiento que le dio su nieto. Creyó que, como antes, siempre, se mantendría a la distancia mostrándole cierto temor mezclado con hostilidad. Tampoco entendía los sentimientos que ahora se agolpaban en su pecho. Quizá la suave música que vinieron escuchando en el trayecto al puerto —new age, le diría Jaime— o quizá el cansancio por mantenerse sentado varias horas; o bien, la nostalgia de recordar la última ocasión en que estuvo en aquella casa acompañado de su esposa, fuera lo que le suavizaron de forma tan contundente su carácter agrio acostumbrado.
Casi sin darse cuenta, al sentir los brazos del jovenzuelo rodeándolo con premura por la cintura, respondió colocándole la diestra en la cabeza y, aunque primero fue para alejarlo, después fue para acariciarlo como no lo hacía desde que Jaimito era un recién nacido. De aquella ocasión fue a solas, cuando su nieto dormía en la cuna.
Sin embargo, no era tonto. De inmediato supo que esas demostraciones de afecto no eran de gratis. ¿Cómo iba a quererlo un niño, al que en las pocas ocasiones que le había hablado, sólo fue para regañarlo? Ese pingo, con el cual ahora se identificó en cuanto lo vio, tenía otros intereses: algún arreglo económico con sus padres.
Lo que le admiró de inmediato al púbero fue la decisión y soltura para cumplir con el trato establecido.
—Qué diferente se siente tu casa ahora que no apesta a perro —le dijo don Juliano a su hijo en tono acre, en cuanto se alejó de su nieto.
—De nuevo con lo mismo, papá. Ahora, ni Marite tiene animales acá. Acabas de ver donde se encuentra la clínica ahora, a ver si ya te retorna la memoria a tu cabecita... Tu recámara es la de siempre, la del fondo, abajo. Allá te llevo el equipaje... Vamos, Jaime, ayúdanos con las cosas de tu abuelito.
—Sí, pa, yo llevo esto. Pero después me dejas salir con la flota.
—Está bien. Pero regresas temprano para que cenemos juntos.
Ingresaron a la habitación colocando de inmediato las maletas sobre la cama. Don Juliano miró los muebles y paredes con asombro.
Esperaba que en cualquier instante apareciera su mujer difunta apurándolo a arreglarse la vestimenta para así unirse cuanto antes a su descendencia.
De manera vertiginosa un nudo comenzó a formarse en su garganta.
—Papá: conoces bien la habitación, tu habitación. Ésta es tu casa. Ahí tienes el baño por si quieres darte un regaderazo; o, si lo prefieres, te ayudamos a colocar tu ropa en el clóset. Pero si tienes hambre, te llevo a... —Fue cuando Jaime notó el esfuerzo que realizaba su padre para no llorar delante de ellos. Giró a Jaimito para hacerle una seña indicándole que saliera del cuarto. Después, aplicándole una cariñosa palmada a don Juliano, le dijo—: Te dejamos solo, viejo. Vienes cansado. Relájate. Si gustas cenar, te esperamos al rato en el comedor. Te avisaremos cuando vaya a servirse.
Jaime dio media vuelta hacia la puerta. Fue cuando sintió la diestra de su padre que le oprimía un brazo con sorprendente fuerza.
—No sé qué te propongas, Jaime... pero no puede ser nada malo... —Se le trabaron las palabras en la garganta, a la vez que los ojos se le ponían acuosos—. Tú, tú siempre has sido tan bueno como lo fue tu madre... Gracias, hijo...
Jaime sonrió. También tenía los ojos con lágrimas. Seguía siendo tan sensible y sentimental que siempre.
—No te fijes, papi. Só, sólo intenta pasarla bien estos días con nosotros. —Alcanzó a decir antes de salir con prisa. Su padre consideraba un signo de debilidad las sensiblerías, aunque el mismo viejo ahora las manifestara.
Don Juliano quedó solo.
Más bien: quedaron solos... Solos, su mujer y él.
Llorando tocó la madera de los muebles, la tela del edredón, lo rugoso de los muros. Aspiró con fuerza y percibió el perfume de la mujer amada. La sentía más presente que en su propia residencia, allá, en la Ciudad de México. Luego posó la vista a la puerta del baño: María Teresa surgía envuelta en su albornoz rosa que a ella tanto le gustaba. El mismo que él en algún cumpleaños le obsequió.
Sonreía.
Le sonreía como siempre.
—Marite, gracias, gracias por haber sido como siempre fuiste. Nunca me cansaré de agradecerte y pedirte, suplicarte perdón... A partir de hoy, intentaré cambiar. Buscaré retribuir en los demás, en nuestros hijos, todo lo que de ti recibí... Por ahí dicen que nunca es demasiado tarde para intentar enmendar los errores. Desde donde te encuentres, verás mi esfuerzo.
Sintiéndola más viva que nunca, se echó boca abajo sobre la cama y comenzó a llorar de forma remisa, en una descarga que lo hizo sentir como si estuviera liberándose de toneladas de rocas que antes le oprimían el pecho.
Dos horas después.
—Abuelito, dicen mis papás que si quieres venir a cenar.
Don Juliano escuchó los rudos golpes a la puerta, junto a esa enérgica, altiva y libre voz. Fue una verdadera delicia sentirlo y amarlo en tan sólo instantes.
—No, Jaimito, no quiero cenar. Diles a tus papás que me disculpen, pero prefiero descansar... Oye, aprovecho para decirte que algunos de estos días saldremos a caminar a la playa tú y yo.
—Sí, está bien. Yo les digo. Que descanses, abuelito.
Don Juliano, recostado sobre la cama, llevó la diestra a la frente. Unos nacientes deseos por convivir con su familia le ingresaron a su pecho. No había aceptado la invitación a cenar porque no estaba bien que descubrieran, por sus ojos hinchados, que había llorado.
"Tengo que serenarme, relajarme, Marite. Sólo después podré tratar a nuestra familia como se debe... ¿Cuándo será eso?... No lo sé. Pero, sintiéndome así, como lo estoy ahora, no es sensato".
Se dijo, pretendiendo el anhelado consuelo que le prodigaba sentir a su amada cerca.
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Marite en el país de las mafias
General FictionA Marite le falta poco para cumplir dieciséis años. Aunque sabe que no es muy bonita, sí confía en su gran personalidad, y se ha fijado como objetivo perder la virginidad con José Emilio, el chico más guapo y simpático del salón de clases. En abiert...