2. Los chicos guapos de último grado

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Popularidad nunca fue sinónimo de calidad. Los significados de ambos se confunden con mucha frecuencia cuando eres adolescente y permites que el mundo donde lo falso sobrepasa a lo genuino te cautive, mundo al que llamo bachillerato mal experimentado.

Los chicos guapos de último grado lo conformaban un grupo de chicos quienes solían afectarnos de cierta forma en la hora de educación física, no solo por ser mayoría en el equipo de fútbol de la escuela, sino por ser lo bastante atléticos y atractivos sin llegar a exagerar. Eran populares por llevar en lo alto el nombre de la escuela en las nacionales de secundaria; por dar las fiestas más alucinantes de la escuela; y por supuesto, porque no practicaban el arte de socializar con todo el mundo.

Eran populares, sobretodo, porque gozaban de muy buen promedio académico —de no tenerlo no habrían sido aceptados dentro del equipo, para empezar—, tanto, que la escuela daba por sentado que serían aceptados en cualquier universidad de prestigio en el país.

Eran buenos chicos, sin embargo como amigos dejaban mucho qué desear.

Durante aquella noche en casa de Liam, la primera fiesta de muchas a las que asistí, John me besó. Lo hizo contra la barra improvisada que era la isla de la cocina, y volvió a hacerlo tras llevarme hasta mi casa pasadas la una de la madrugada. Fueron besitos inocentes, aunque inesperados, nada del otro mundo. Sin embargo aquello no dejó de darme vueltas en la cabeza al día siguiente.

Número uno: ¿por qué lo hizo? Ese chico pretendía habituarme a vivir con el sonrojo cubriendo mis mejillas, pues irónicamente no esperé que me besara así sin más, y mucho menos que actuara como si besarme fuera la cosa más normal del mundo.

No se me hacía lógico.

Numero dos: ¿qué clase de problema tenía él con la confianza? Yo no estaba para nada familiarizada con esa clase de atención y su sola mirada me ponía muy nerviosa.

No concebía como normal el hecho de que se paseara a mí alrededor como si fuésemos todo, cuando realmente no nos conocíamos de nada.

Número tres, y esta era la que más me atormentaba: ¿por qué yo? Me preguntaba qué vio en mí que lo impulsó a, primeramente, querer tener contacto conmigo.

Yo no era lo que podía decirse alguien interesante; no hacía más que ir a la escuela, cuidar de mi gato y de mi pequeño jardín de tulipanes. No tenía amigos ni tampoco un pasatiempo que combatiera el aburrimiento y la monotonía. Era insípida, sosa y desabrida. Era la excluida de mi curso; la que siempre debía hacer las tareas sola porque no alcanzaba a formar parte de ningún grupo.

Era más que nada la típica pelirroja que jamás lograba encajar y lo único que deseaba era tener el poder de pasar desapercibida, aunque ni siquiera mi cabello me ayudaba con aquello.

Me pregunté una y otra vez mientras admiré los colores amarillo, rojo y verde de mi jardín, qué clase de figura divina pudo haber influido en el hecho de que por primera vez un chico fijó su atención en mí. Y aunque por supuesto no estaba habituada a ello, de alguna forma u otra me auto obligaría a disfrutarlo el tiempo que durase.

Ese mismo día John me invitó salir por la noche; al parecer en su grupo tenían una bonita costumbre de reunirse en casa de alguno de ellos, ordenar pizzas y entretenerse con alcohol y juegos de mesa. Estaba bien por mí. Mamá me cubría con papá y yo solo debía no ser demasiado ruidosa al irme, por lo que, cuando John me informó que pasaría a por mí, tuve que calcular el tiempo suficiente en el que se tardaría en llegar a la manzana más cercana para salir y encontrármelo en el camino.

En ciertas situaciones John gustaba de ser un caballero, por lo que pasar a recogerme se volvió un hábito para él en tan solo un día que llevábamos frecuentándonos.

Lo que por error callé  ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora