Día 3: Emociones

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—¡Pásalo bien hoy en el trabajo, papá!

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—¡Pásalo bien hoy en el trabajo, papá!

—Pues claro que lo haré, aunque no tanto como cuando estoy contigo, cielo.

Dicho esto, el adulto se inclinó hacia su hija y besó su frente con cariño. Los rizos negros que se extendían desde sus sienes acariciaban las mejillas de la niña con la misma adoración que su padre. Ambos compartieron una última sonrisa de despedida antes de que tuviesen que alejarse, una en dirección a la mansión y el otro hacia el chófer que ya lo esperaba con el motor del coche encendido.

Aquella era la rutina de lunes a viernes: desayunar juntos, leer cada uno en la misma sala —ella, cuentos; él, el periódico— y jugar un rato a dragones y princesas antes de irse a trabajar. Eran momentos que Vivi disfrutaba con todo su corazón, pero al mismo tiempo seguía esperando la siguiente parte de su día a día.

Tan pronto como cerró la puerta de su hogar y escuchó el vehículo de su padre salir de la finca, trotó y trotó hasta las ventanas que daban al jardín trasero. Apenas se dio cuenta de los criados y criadas que realizaban sus quehaceres a su alrededor y que tuvieron que frenar su paso para no chocar con la hija del señor de la casa. Ni siquiera escuchó a Igaram, el mayordomo jefe, llamando por ella; estaba demasiado ocupada pensando en su siguiente plan del día.

Las ventanas traseras de la primera planta de la mansión Nefertari daban hacia un pequeño balcón contiguo a la sala de té. Desde allí, y sin atreverse a salir y ser, por lo tanto, descubierta, Vivi era capaz de observar tanto la pequeña huerta de su familia como los árboles frutales que otorgaban algo de intimidad a la propiedad respecto a la finca vecina.

Allí, como cada mañana, se encontraba la jardinera, Bell-mère, cortando las nuevas ramas que se desviaban fuera de la propiedad y segando los setos que limitaban con los muros de piedra de la finca. Era una mujer curiosa, con el cabello teñido de rosa y los lados rapados de la forma más desigual posible, con unas patillas revoltosas que siempre se enredaban cuando fumaba alguno de sus cigarrillos —y en el proceso se terminaban quemando—. Era enérgica, alegre y un tanto arisca —nadie quería verla enfadada, aunque por lo menos era fácil de calmar—, pero se había ganado un hueco en el corazón de toda la familia con el paso de los años.

Mientras trabajaba solía entonar alguna sintonía pegadiza de algún anuncio de televisión o la última canción de la radio, y aquel día no fue diferente. Aunque Vivi no comprendía cuál había escogido por cuánto desafinaba, el cántico sonaba alegre y venía acompañado por un pequeño coro agudo y todavía más chillón que el de Bell-mère. Aquella otra voz provenía de Nami, su hija, que la acompañaba al trabajo todas las mañanas de aquel caluroso verano. Como no tenía clase durante aquellos meses, la mujer no sabía con quién dejar a su hija, mas la cercanía entre la familia y la jardinera provocó que Nami se fuese adaptando a aquel ritmo matutino hasta ser una señorita más a ojos de los criados que la cuidaban y adoraban como si fuese un ángel.

Y no era para menos.

Nami era de la misma edad que Vivi, aunque ya había crecido un poco más. Su cabello pelirrojo podía localizarse desde la ventana incluso en las mañanas nubladas y sus vestidos floreados siempre se agitaban ante cada uno de sus pasos juguetones. Su voz olía a sonrisas y sus ojos castaños clamaban por unos sueños del tamaño de las nubes; sus dedos siempre se encontraban manchados de tierra por jugar en la huerta, pero pronto la suciedad se convertía en azúcar con cada reprimenda que no surtía efecto.

Taste the revolution; One Piece Lesbian WeekDonde viven las historias. Descúbrelo ahora