Día 1: La Traición

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Querido diario, o mesita de noche de Ikea, me da lo mismo, te voy a arañar para que quede constancia de cómo hoy he pasado de ser un felino libre a un preso expatriado.

Todo comenzó a las 5 de la mañana de hoy.

Había notado movimiento en el dormitorio de mi compañero de piso, que a esas horas suele estar roncando sin control mientras sueña con comida. La curiosidad me llevó a asomarme por el quicio de la puerta: la luz encendida, la cama hecha con una maleta sobre ella, nadie a la vista...

No tuve tiempo de reaccionar. Desde atrás y sin una caricia de aviso, mi compañero, ese vil traidor, me tomó por los sobaquillos y me encerró en un transportín sin mediar palabra. Antes de que tuviese tiempo de maullar pidiendo ayuda ya me había metido en su coche.

El desconcierto se había adueñado de mí. Nada tenía sentido. Era demasiado temprano para cualquier cosa, incluso para un secuestro felino.

Apenas llevaba unos minutos en el coche cuando la puerta se abrió y me encontré de frente con los padres del Traidor, aquellos con los que llevaba viviendo los últimos meses, aquellos que me cuidaron y me hicieron tan feliz mientras esa despreciable comadreja estaba trabajando fuera.

Sus rostros se veían tristes, aunque estaban haciendo un esfuerzo titánico para que no lo pareciese. Mamá incluso trató de acariciarme a través de los barrotes del transportín. No entendía nada de lo que decían, pero sus palabras sonaban a despedida. Les maullé para que me sacaran allí y nos fuésemos a ver una película al salón, pero debieron entender lo contrario, porque cerraron la puerta del coche.

Desde la ventanilla pude ver como abrazaban al Traidor y sin ninguna otra señal o explicación, se marcharon mientras él se subía al coche. Lo normal habría sido que arrancara el motor, pero en su lugar se puso a jugar con ese cacharrito que siempre lleva en el bolsillo. Algo raro le hizo, porque lo dejó encendido, y de él sonaba una voz extraña que le daba indicaciones.

Tras este extraño ritual, ahora sí, arrancó el vehículo y enfiló la calle. Por alguna extraña razón, tenía la esperanza de que fuéramos al veterinario. No es que me hiciera especial ilusión, pero me daba menos miedo que pensar en lo desconocido.

No tardé mucho en averiguarlo: cuando llegó al final de la calle, justo en la esquina que toma siempre que me monta en el coche, esa que nos enfila inequívocamente hacia la clínica, decidió tomar dirección contraria. Aquello fue como una losa para mí.

Sumido en la confusión, no podía más que ser testigo del viaje. De como el coche no daba muestras de detenerse y de cómo, de pronto, se acabaron las luces de la ciudad, esas que siempre me acompañan en mis paseos nocturnos, y éramos tragados por la noche.

Hasta ese momento no se había ocurrido, pero fue en medio de la oscuridad, ante el infinito de la carretera, cuando me di cuenta de que mi vida (la segunda de mis siete) iba a dar un cambio radical

Diario de MiloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora