Día 2: Teletrabajo

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Tras la puerta cada vez se oía menos ruido. Me había parecido que el Traidor y su cómplice se despedían en la puerta mientras que el olor de las indígenas se iba disipando en el ambiente.

Ante la ausencia de emociones fuertes me subí a la cama y me eché un rato. Debía estar muy cansado, porque me quedé dormido casi al instante y comencé a soñar. Estaba con Mamá, nos habíamos sentado en el sillón de la salita y estábamos viendo una de esas películas austriacas que ponían por la tarde, no había más ruidos que la televisión y la pesada respiración de Mamá; todo era blandito, nada era extraño...

Era un buen sueño, de mis favoritos, y si no fuera porque el Traidor empezó a tartamudear en inglés mientras aporreaba el teclado de su portátil aún seguiría en él.

Mientras estaba en el paraíso de mis subconscientes, el Traidor había entrado en la habitación y se había puesto a trabajar. Lo lleva haciendo desde que nos conocemos. Alguna vez incluso he tratado de ayudarle a escribir en su teclado o a mover el ratón de su ordenador, o como aquella vez en que me planté frente a su pantalla y maullé a las cabezas que gritaban desde su pantalla "¡Ya está bien! ¡Dejadlo en paz!". Mientras el Traidor me devolvía amablemente al suelo pude oírlas voces estallar en carcajadas, algún que otro bis e incluso piropos. Eran buenos tiempos.

Mientras me dejaba llevar por los recuerdos, me estiré sobre el mandala como si hubiese estado hibernando una eternidad para luego volverme a tumbar y quedarme mirándolo. Que el Traidor se mostrara nervioso mientras habla no era nuevo, más aún cuando lo hace en otra lengua, como tampoco lo era la sensación de incomodidad que me generaba verlo. Como contemplar a un pez tratando de tomar el sol en la playa. Me era imposible verlo así y no tratar de ayudarle... Sé que estoy en este piso por su culpa, pero verlo de ese modo me sacaba de mis casillas.

Así que me incorporé tan lenta y silenciosamente como la cama me podía permitir, para luego dejarme caer al suelo como si fuera un vaso de agua. Me acerqué a él en el más absoluto de los silencios y aunque sé que con los auriculares no puede oírme, no veía razón para comportarme como un perro. Me situé bajo su escritorio, justo a la altura de sus pantorrillas, que se agitaban como si le estuviese subiendo un cien-pies. Cerré los ojos, tomé aire y salté a sus rodillas. Un aterrizaje perfecto, por debajo de sus brazos extendidos sobre el teclado, por el hueco del reposabrazos de su silla para terminarlo posando mis cuatro patitas justo en su entrepierna. Y aún así, a pesar de aquella obra maestra de la infiltración, algo tuvo que molestarle porque dejó de hablar y se puso en tensión como si acabara de agarrar un cable eléctrico. Pensé que mi sola presencia sería suficiente para que se relajara, pero cualquiera diría que había hecho saltar la casa por los aires. Cerré los ojos y traté de ponerme en su lugar. ¿Cómo podía tranquilizarlo? Pues era obvio. Volví a tomar aire y con la tranquilidad que me dan mis dos años de experiencia en estas situaciones, me acaricié contra su cuerpo, desde la punta de mi nariz hasta el último huesecillo de mi cola, con toda mi fuerza, dejando fluir mis buenas intenciones a través mi brillante pelaje y que éste, pegado a su camiseta, lo anestesiara.

Al terminar, con los ojos cerrados de satisfacción por un trabajo bien hecho, pensé que había funcionado; pero cuando abrí los ojos para contemplar mi obra, en encontré con su rostro, con la mandíbula apretada hasta lo indecible, aguantando el aliento, con los ojos como platos y la mirada puesta al frente, asintiendo a cámara lenta como los muñecos de los coches. Incluso pude ver lo que parecía una gota de sudor empezando a nacer junto a su ceja derecha dispuesta a suicidarse contra su ojo. Algo dentro de mí se agarró a mi cuerdas vocales, me hizo encogerme y me dejó paralizado. Todo había salido mal y algo me decía que iba a pagar las consecuencias. Y entonces, sonó el último clic de ratón.

Lentamente y conmigo aún sobre sus piernas, el Traidor se quitó los auriculares al tiempo que el aire abandonaba sus pulmones. Todo su cuerpo se desinfló como una colchoneta después de afilarme las uñas. Se había deshecho en la silla hasta el punto de cerrar sus ojos: se había quedado inerte.

No me atrevía ni a temblar, y por ello, cuando el Traidor volvió a abrir los ojos no se encontró con los míos. El instinto me hizo cerrarlos y encogerme aún más para hacerme invisible. No me enorgullezco de decir que tenía miedo. Entonces, su mano se posó en mi cabeza con suavidad y cariño. Aquella mano no era de un traidor ni de alguien enfadado, era la mano de Marcos.

Me acarició despacio, como siempre hacía cuando nos tumbábamos en el sofá. De la cabeza al final del lomo, siguiendo las marcas de mi pelaje como si fuesen una guía, y luego vuelta a empezar, susurrando algo que no entendía pero que siempre me relajaba el ronroneo de mi madre.

Comenzó a rascarme con mimo, primero debajo de una oreja, y luego de la otra. Me hacía cosquillas, así que me dí la vuelta ofreciendole el cuello, y por primera vez desde que llegamos, lo entendió a la primera. Aquello sí que era el paraíso.

Noté cómo Marcos se recostaba en la silla y aproveché para acomodarme contra él. Me hice un ovillo contra su vientre, y mientras que con una mano continuaba acariciándome, trabajaba con la otra. Comencé a ronronear de gusto, hasta el punto en que no era capaz de oír el sonido del ratón de su ordenador.

Unos minutos después sentí como me tomaba delicadamente entre sus brazos y me llevaba de nuevo a la cama. Estaba tan a gusto que rehusé de quejarme por aquello y preferí dejarme llevar hasta quedarme dormido.

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⏰ Última actualización: Aug 26, 2021 ⏰

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