Capítulo 9. Sueños.

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– Hasta la próxima – se despidió Sandra de su médico de toda la vida.

Alana salió primero y, después, Sandra, quien cerró la puerta a su espalda. Con un leve «adiós» se despidió de los pacientes que esperaban a ser atendidos en la sala de espera, de baldosas blancas y paredes amarillas, cubiertas de múltiples carteles sobre el cuidado de la tensión, la alimentación y la vacuna de la gripe, entre otra información de sumo interés. Muy útil de leer cuando se esperaba, aunque llevase allí años colgada. La mayoría de los que esperaban ya se sabían de memoria la información, incluidos sus puntos y sus comas. 

Sandra y Alana cruzaron la sala de espera y se dirigieron a las escaleras. Sandra las bajó rápidamente, pero su hija se tomó su tiempo en bajar cada escalón. 

– Vamos Alana, date prisa que mi permiso es hasta las diez y tu tienes que estar antes de las nueve en el instituto para la clase de geografía – le recordó algo impaciente a su hija ya adolescente.

– Hay tiempo mamá – dijo tranquilamente Alana, bajando el quinto escalón.

– ¿Tiempo? Venga, date prisa. Que llegamos tarde – volvió a insistir Sandra, traspasando ya la doble puerta de entrada y bajando los escalones de la calle en dirección al coche. 

Unos metros más abajo, en la vía, aparcado en batería, estaba el mismo coche familiar de cuando Alana era una niña. Lo único en él que había cambiado era el interior, con nuevos cubre sillones y diferente fragancia en el ambientador, en forma de pino, que colgaba del espejo retrovisor. 

– ¿Por qué no va más rápido? – exclamó Sandra irritada, invadiendo un poco el lado izquierdo de la calzada dispuesta a adelantar, pero desistiendo al instante. Muchos coches, muchas curvas y poca visibilidad. 

– Porque tiene que enseñarte algo – respondió sosegadamente Alana desde su asiento del copiloto. 

– ¿Cómo? – preguntó Sandra, sorprendida y olvidando por un segundo el motivo de su irritación.

– Te está enseñando a ser paciente y a ser consciente de las cosas tan bonitas que te rodean y de las que no te das cuenta, como los pinos que nos dan sombra en este momento, el sol tan calentito que hay... 

– Estoy conduciendo Alana, no puedo mirar tanto como tu el paisaje.

– No estés nerviosa mamá, todo va a salir bien – dijo Alana, cubriendo la mano que su madre tenía sobre el volante con la suya y dándole un apretón reconfortante. 

– Eso espero hija – respondió preocupada Sandra, mirando por un segundo a su hija de apenas dieciséis años.

En los últimos años Alana había crecido, y no solo en apariencia. Pese a tener una adolescente por hija, Sandra no había sufrido la misma preocupación de los otros padres en lo relativo a las fiestas, las salidas nocturnas y los «novios», pero si en relación a otros detalles de la vida de su hija mayor. Alana era más bien solitaria, le gustaba estar sola y, a donde quiera que iba, siempre la acompañaba un libro. Su mejor amigo, siempre le decía. 

Los amigos. Un tema que preocupaba a Sandra pues, pese a conservar todavía algunos de la época del colegio, en el instituto apenas tenía. Su hija era introvertida y algo tímida, pero se mostraba muy segura de lo que quería en la vida. Tenía las ideas claras, y el estar sola parecía no afectarle. Siempre se había mostrado serena y muy segura de sí misma, hasta que fue llamada al despacho del orientador escolar. 

Ése día Alana había llegado a su casa diferente. La certeza y el positivismo que siempre la acompañaban se habían marchado. En su lugar, habían aparecido la inseguridad y la indecisión. Vacilante, Alana se había sincerado con su madre. 

Bajo tus alasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora