Capítulo 11. El velo.

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El repiqueteo de unos tacones rompen el silencio de la sala. Sin detenerse, se dirigen al gran escenario que domina el auditorio, donde un hombre vestido con un elegante traje negro espera. Tras él, una gran pantalla blanca, donde un proyector hace danzar varias imágenes. Caras de niños risueños seguidas de rostros más adultos, igual de sonrientes pero ya no con esa ingenuidad tan característica que solo da la infancia. 

Algunos con birretes coronando sus cabezas, otros libres de ellos, pero todos con la misma esencia que los identifica después de más de diez años de diferencia entre instantánea e instantánea. En ambas, la misma chispa de vida en los ojos.

La dueña del repiqueteo sube los cuatro escalones que la separa del escenario, algo tambaleante debido a la falta de práctica de llevar tacones. Si por ella fuera, hubiera llevado sus bailarinas tan acostumbradas o, mejor aún, sus adoradas All Stars blancas. No obstante, la ceremonia exige etiqueta formal por lo que allí está ella, haciendo equilibrio sobre sus tacones de diez centímetros con plataforma incorporada. Plateada. Su vestido, tres cuartos, con vuelo, mucho vuelo y cuyo color recuerda al mar en calma, la hacen brillar con luz propia.

Tras ella y el profesor, el proyector muestra una graciosa imagen de una niña pequeña, quien aparece gateando sobre las hierbas alta del jardín de su casa, con sonrisa traviesa y ojos despiertos y chispeantes. Pensando, sin sombra de duda por la expresión pícara que muestra su rostro, en lo que hará una vez logre ponerse en pie y caminar. Joshua recuerda perfectamente ese día, pues él estaba allí, a su lado, sobre la hierba, hablándole sobre margaritas y mariquitas mágicas. Recordó como su protegida aplaudió, con sus manos de dedos regordetes, al ver volar al gracioso animal rojo con puntitos negros que se había posado en su pulgar. Sandra también estaba allí, ella había sido quien había hecho aquella fotografía, aunque, como él, no figuraba en ella.

Con su repiqueteo de bailarina de claqué en practicas, Alana subió al escenario. Una vez en la cúspide, estrechó, con fuerza y seguridad, la mano del catedrático elegido como maestro de ceremonia. Con la otra mano, éste le hizo entrega, de forma simbólica, del título universitario. El público aplaude, sin excepción, como suele ocurrir en toda celebración. El flash de una cámara ilumina el escenario, dando aviso a la recién graduada de que la fotografía, que quedará como recuerdo de ese día, ya ha sido tomada. Alana debe seguir adelante para dejar espacio a quien viene detrás. Antes de dar un paso, la recién graduada se detiene un instante y se permite disfrutar de ese aplauso que es solo para ella. Después, continúa el camino marcado y baja del escenario. Tras ella, escucha como unos nuevos tacones suben y toman el protagonismo.

Mientras se dirige de vuelta a su asiento, Alana piensa en la curiosidad de los instantes, pues durante tres años esperó con ansia este momento de culminación oficial de sus estudios universitarios. Tres años de duro trabajo por unos aplausos que duraron solo unos segundos. Y por un papel firmado. La recién graduada recuerda lo que siempre le decía su abuela Flora, «lo verdaderamente importante no es llegar, pues tarde o temprano lo harás, lo importante es cada momento presente que has vivido y que te ha traído hasta este preciso momento. Todos son igual de importantes». Inconscientemente, Alana asiente con la cabeza, totalmente conforme con las palabras de su abuela.

Justo antes de sentarse en su butaca de terciopelo rojo, Alana mira hacia su público particular y les lanza un gran beso cargado de todo el amor y el agradecimiento que siente en ese momento por ellos. Todos sus seres más queridos están allí, con ella. Aplaudiendo con fuerza y con el orgullo brillando en su mirada. ¿Puede haber un momento más perfecto?  

...

– ¿Y ahora qué Alana? – le preguntó Flora en el jardín de su casa, sentada en el banco de latón blanco, bajo la sombra del sauce llorón. 

Bajo tus alasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora