Capítulo 10. Aprendizajes.

55 6 8
                                    

– ¿Por qué?

– ¿Por qué qué? – contestó entre risas de diversión malévola. 

– ¿Por qué lo haces?

– Porque puedo – respondió arrogante tras pensarlo un instante, mirándola desde arriba.

Su secuaz se mantenía impasible a su espalda. Su cara mostraba una gran pena. No reía, pero tampoco intervenía. No hacía nada. Para ella era mejor así. Era mejor ser la que observaba, que
quien lo sufría. 

La adolescente, al borde de las lágrimas, se impulsó con sus brazos para salir del agua adonde había sido empujada. Una vez sentada sobre el filo de la gran balsa, la chica de cabellos negros como alas de cuervo se levantó, haciendo, de nuevo, acopio de las fuerzas que su ángel de la guarda le seguía transmitiendo desde que todo comenzó. Para él, era lo único que podía hacer por su protegida. Ayudarla a continuar. La joven, ya sentada, se levantó del suelo con pasos tambaleantes.

A su alrededor la música seguía sonando. Su vestido, hecho trizas, nunca volvería a ser lo que había sido. Como ella. Ese día, las risas malsanas se habían llevado, no solo su alegría, sino también una parte de su tierno corazón. Su vestido roto reflejaba lo rota que se sentía. 

Abrazando los jirones de su autoestima maltrecha, Alana caminó entre la multitud. Frente a ella no habían rostros. No habían personas. No había nada.

Sentía el escozor de las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos, mas Alana se las tragó. No quería que nadie la viese llorar. Para ella, mostrar su sufrimiento en ese momento de humillación sería un signo de debilidad. Solo serviría para empeorarlo todo aún más. Además, no quería darle esa satisfacción a Clara. Al igual que con Jonás, cuando le impidió ganar en aquella carrera de hacía tantos años, Alana alzó el mentón, apretó la mandíbula para contener el llanto, miró a la lejanía y caminó entre sus compañeros lo más digna que pudo. A cada paso que daba, el público se separaba para dejarla pasar, formando para ella un pasillo de caras borrosas. Ésa era su contribución para con ella, facilitarle la salida de ese lugar tan oscuro y gris.

Alana abandonó la fiesta entre el silencio mudo de quienes observaban. Solo se detuvo un minuto, para quitarse las zapatillas empapadas. Después continuó caminando. Descalza, ensimismada, sin percatarse de nada cuanto la rodeaba. ¿Qué importaba que los pájaros cantasen alegremente? ¿Qué importaba que el sol brillase en el cielo, si no lo hacía en su corazón? Sus pies, desnudos, se deslizaban sobre el cemento gris de la pista privada que, hacía escasamente una hora, había subido con pasos ligeros, emocionada. Segura de que sería una gran experiencia que siempre recordaría... ¡Y cuánto había acertado! Pero no de la forma en que se había imaginado.

Pese a lo soñado, Alana había decidido ir, al considerar el sueño como una manifestación de sus miedos, y no como una advertencia que le hacía su ángel de la guarda. Quien en ese momento caminaba a su lado, rodeando sus hombros con uno de sus brazos. En un vano intento por reconfortarla.

A su izquierda, Álvaro también caminaba. A cada lado de la adolescente rota, un ángel la acompañaba. Joshua permanecía en silencio. La rabia por lo presenciado lo consumía y buscaba, en su interior, la calma necesaria para transmitir a su protegida las palabras que necesitaba escuchar en ese momento. Las palabras que un ángel diría, no las de su parte humana, colérica y vengativa. Ésa que pugnaba por maldecir, insultar y que ansiaba decirle que volviese para darle su merecido a Clara, su novio, Bea y a todos los que se habían limitado a mirar el desafortunado espectáculo. Eso habría sido lo que el Joshua vivo habría hecho a la edad de Alana... y lo que haría si aún viviese. Pero ahora era un ángel y los ángeles no actuaban así.

De modo que se mantuvo en silencio, controlando los impulsos humanos que le impedían actuar como lo haría un ángel, observando como de las manos de su protegida colgaban las All
Stars, ahogadas. A cada paso que Alana daba, una gota caía para estrellarse contra el suelo. Dejando, tras de si, un reguero de ¿lágrimas? Parecía que solo las zapatillas eran capaces de llorar lo que Alana no era capaz.

Bajo tus alasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora