Capítulo FINAL by Milser G.

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Dos días fuera del mundo. Dos días aislados en un pequeño paraíso robado. Dos días en que Candy y Terry se escaparon de todo y de todos con el solo fin de comenzar a sanar las heridas. Candy con un duelo muy doloroso por procesar y muchas culpas que aplacar. Después de todo, Neil bien podría haber evitado su muerte y no lo había hecho... por amor a ella. Terry, que a lo largo de su vida había conocido lo suficiente acerca de duelos y culpas, como para comprenderla y saber aguardar.

Paz y silencio era lo que reinaba en aquel rinconcito alejado. El cómodo chalet emplazado al pie de la montaña, con su terreno surcado por suaves, pero constantes elevaciones y depresiones, el pequeño arroyuelo de aguas cristalinas y los frondosos árboles verdes y perfumados, proveía el refugio perfecto para quienes, sobre cualquier otra cosa, precisaban, de una vez, hallar la calma en medio de tanto caos suscitado.

Dos días durante los cuales las palabras tampoco se escuchaban, simplemente, porque estaban de más. No eran necesarias cuando los sentimientos hablaban tan claramente en nombre de cada uno de ellos a través de las miradas, las caricias tiernas y abrazos de consuelo, la preocupación mutua porque el otro se sintiera acompañado, los silencios frente a las llamas danzantes de la chimenea o quizás sobre la generosa rama del ciprés que tanto se parecía al padre árbol y que les ofrecía una vista privilegiada de los atardeceres tan parecidos a aquellos inolvidables compartidos en Escocia. No. No hacían falta las palabras, porque cuando dos almas hechas la una para la otra se encuentran, el lenguaje del amor sabe mucho mejor cómo expresarse.

Empero, aquella bendita paz, más temprano que tarde debió de ser interrumpida por el insistente llamado de la realidad y las obligaciones que ya no podían ser postergadas. Así fue que, quien se había apersonado en Nueva York para hacerse cargo de todas las gestiones correspondientes, ahora llamaba a la puerta del remanso que los albergaba.

— Ya es hora, pequeña — dictaminó Albert con una sonrisa pesarosa y, tras una nueva breve despedida de quien prometió aguardar lo que fuera necesario, Candy partió junto a su tutor para poder dar cierre a lo que, por acierto o por error, con culpas o sin ellas, había sido un importante capítulo en la historia de su vida.

. . .

Tenía la sensación de que las últimas veinticuatro horas se habían extendido transformándose en cientos de horas más. Entre los poco gratos recuerdos que tenía del único viaje que había emprendido sola desde Chicago hacia Nueva York hacía tantos años atrás y la inmensa expectativa que le generaba el tan ansiado reencuentro después de tres largos meses, sus nervios se encontraban en un precario estado, muy pero muy cercano al estallido.

Con cientos de pensamientos desde los más felices hasta los más tenebrosos y piernas temblorosas como gelatina, Candy descendió de la formación ferroviaria, maleta en mano. Afortunadamente no era invierno, o ahí mismo se hubiera echado a llorar. El calor estival consiguió que no lo hiciera, pero el simple hecho de no poder encontrar a quien debía estar esperándola a simple vista, hizo que el corazón le latiera a la altura de la garganta.

— ¡Tonta Candy! — se regañó a sí misma en voz alta, aunque resistió el impulso de darse un auto zape en la cabeza. — Ya deja de ser tan gallina — continuó, pero, antes de dar un paso, apretó con fuerza el talismán de la señorita Pony que colgaba de su cuello.

Avanzó dándose ánimos, tratando de mantener la compostura mientras veía hacia un lado y el otro, buscando entre la marejada de gente que iba y venía por el andén. Caballeros de negocios muy serios y apresurados con sus maletines a cuestas. Damas muy bien ataviadas, acompañadas por mozos empujando enormes carros cargados de baúles. Una chica muy bonita con dos preciosos niños pelirrojos que recibían alegremente a un guapo señor que acababa de descender. Una pareja de enamorados que no temían en expresar lo mucho que se habían extrañado...

— Al menos esta vez no me confundiste con algún esperpento, pequeña pecosa... —, la inconfundible y ¡tan amada! voz burlona a sus espaldas, obró el milagro de devolverle el alma al cuerpo.

— Y al menos tú no me raptaste como un psicópata desquiciado — replicó, con el corazón dando brincos de alegría, pero fingiendo un tono acusador que para nada se condecía con la felicidad experimentada. Volteó para enfrentarlo y, ante la mera visión, hasta las ganas de pelear se le esfumaron. Ahí estaba Terry. "Su" Terry. Tan perfectamente bello o aún más que siempre, haciendo gala de toda su encantadora arrogancia, manifiesta en sus brazos cruzados, las piernas levemente separadas, su típica sonrisa de lado y aquel brillo único en los ojos color zafiro.

— Sólo dame tiempo. Quizás lo haga cuando dejes de mirarme tan embobada — fue la cínica respuesta que, por supuesto, la sacó de las casillas.

— ¡¿Qué estás diciendo?! ¡Yo no te miro de ninguna forma! ¡Mocoso engreído! — chilló roja de rabia.

— Claro que lo haces — el muy porfiado alzó un hombro con displicencia. — Y... ¿alguna vez te dije que cuando te enojas se te multiplican las pecas?

— ¡Agh! — masculló la rubia y, echando humo por las orejas, se volvió en dirección contraria y comenzó a alejarse.

Pero el que estaba de broma, corrió para ponérsele enfrente y, en la medida en que ella avanzaba, él retrocedía sin dejar de hablar.

— Lamento mucho tener que decírtelo pequeña, pero realmente eres muy pecosa — siguió, obteniendo a cambio una mirada fulminante proveniente de los ojos color esmeralda. — Creo que deben gustarte mucho las pecas, por eso las coleccionas. Apuesto a que estás pensando en cómo conseguir más. Y supongo que también estarás orgullosa de tu naricita...

Entendiendo de una vez de qué se trataba todo aquello, Candy detuvo en seco sus pasos. Y la furia dio lugar a un cálido sentimiento de emoción.

— No puedo creer que todavía recuerdes eso... — habló con suavidad, los ojos llenándosele de lágrimas.

— Claro que lo recuerdo, Tarzán Pecosa —, la sonrisa tierna del castaño estuvo a punto de derretirla. — Recuerdo cada segundo que pasamos juntos desde el día en que te conocí — completó acortando la distancia que los separaba para rodearla con sus brazos.

— Oh...

— ¿Qué pasa? — la cuestionó alzándole le barbilla y acercando los labios a los de ella de forma seductora. — ¿Acaso vas a declararme tu amor, pequeña pecosa?

— ¡Terry! — le reclamó de nueva cuenta, percibiendo que la "remembranza" no había terminado, pero ya por supuesto que no estaba para nada enojada.

— Conozco un buen lugar para declararte, ¿quieres venir?

— Es posible... — ¡claro que esta vez no le respondería como en aquella oportunidad!

— Me alegro. Me encantan las pequeñas y mucho más cuando son pecosas como tú —, con su arrebatadora sonrisa, él también cambió lo dicho tanto tiempo atrás. — Vamos — se separó y, tomándola de la mano, emprendió un camino.

— Pero, ¡Terry! ¿Qué haces? ¿Adónde vamos?

— Ya te lo dije, pequeña pecosa. Te estoy raptando y, de paso, llevándote a un lugar donde puedas declararme tu amor hoy y cada uno de los días por el resto de nuestras vidas.

— ¿Y tú me declararás tu amor también?

— Por supuesto. Y también lo haré a diario, para que no lo olvides nunca.

— Nunca lo he hecho, Terry. Y, no importa lo que pase, jamás lo haré.

F I N

OLVIDA ESE AMORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora