06 | Cómo un Ángel

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Fuimos con mi madre a conocer al bebé.

Entramos a la casa del abuelo, incómodos con tanta gente... Bueno, eran cinco, pero nuestra timidez nos jugó bastante mal. Tratamos de saludar a los mayores, pero estos estaban hipnotizados. Por igual permanecía la tía (la que nos cae mal, por desgracia) junto al primo. Lo que pasó es que no nos dejaron verlo. Era injusto ya que nosotros éramos de suma importancia.

Todos lo traían en brazos... lo que causó nuestro enojo, por la desconsideración. Nuestra hermana por fin se levantó de la cama. Era una mujer distinta por su rostro pálido y desmejorado, cómo de muerto. ¿Y la ropa? Una simple bata amarilla con un girasol. Muy extraña su apariencia.

Ese mismo día quisimos llevarnos al niño, para conocerlo mejor. El abuelo no deseó desprenderse y tuvo que entender que no era su niño. Su ángel. Y esa casa tan triste, tan gris, se inundó de llanto y desesperación, sobre todo, de color. No por la paredes, sino por la ropa de ese pequeño en el tendedero. El toque que le faltaba.

Caída la noche, le mostramos la casa: un cuarto pequeño dividido en dos y un baño. Le hacía falta aseo y basura de ropa regalada que tirar. Era sencilla y no un buen nido para otro integrante más, pero un terrible fallecimiento nos dejó desatendido el hogar y el corazón.

Tanto mi madre y hermana, salían a trabajar. Todos los días era así, pero dio inicio a una nueva batalla: cuidar del bebé. Yo tenía diez y mis dos hermanos uno menos. Éramos niños, pero las circunstancias se encargarían de madurarnos poco después... Por mi parte comencé a contarle cuentos para dormir, dar el biberón y tomar el turno con María para cambiar pañales... Ella también fregaba la ropa y lo traía colgado de brazos, cuál si fuese un títere, para enseñarle el exterior... o la tienda dónde compraba uno que otro dulce. Eso al bebé le provocaba una risa divertida.

Por su lado, Manuel, que era apartado y gruñón al llanto, invitaba al pequeño a sentarse a su lado para contemplar los aviones que despegaban feroces sobre la aeropista que teníamos de vecino. El niño pronto compartió su gusto y no había día que se le viera de espectador en el portón.

Mamá lo nombró Ángel Abdiel. Explicó que era bonito, apegado al bebé que nos trajo alegría, y era cierto. Había veces donde se quedaba absorto y riendo hacia el cielo, lo que sorprendía. ¿Acaso recordaba su vida anterior?

Por consiguiente, la escuela se convirtió en un tormento gracias a la gente que criticó nuestra forma de vivir. Los chismes corrían contra la viuda y sus hijos que pretendían separar. Ya las cosas estaban peor con nuestra hermana mayor que no le nacía ser madre, pero esto era el colmo. Es por esto que dejamos la escuela.

Un día, azotó un frío intenso y el primero que le tocaba al bebé. Se colaba en el vidrio roto de la puerta y las láminas, por lo que María lo arropó cuál si fuera gallina. Manuel dormía a un lado y yo cavilaba en el silencio, mirando la única vela que estaba a punto de extinguirse.

No había electricidad, pues las demás odiosas tías (brujas), por parte de papá, la cortaron. Siempre nos hacían la vida imposible al grado de tratarnos como arrimados, por ser hijos del que desheredaron...

Pero teníamos fuertes razones, un vínculo, y una de estas era el niño, el que adoptamos cómo hermano, y se cruzó en el camino cómo nuestro ángel.








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