Draco se despertó a las nueve y cuarto el domingo por la mañana, aturdido, exhausto y con los ojos enrojecidos, pero sintiéndose bastante satisfecho de todos modos. Tal vez hubiera sido más prudente mantener a raya esa satisfacción considerando qué, o más bien quién, lo había causado, pero no pudo encontrar la energía para estar molesto. No cuando se sentía mejor que desde... bueno, en realidad no podía recordar la última vez que se había sentido tan bien. Quizás cuando tuvo quince años.
El tiempo antes a la Marca Tenebrosa, como había llegado a pensar en ella. Porque el verano entre su quinto y sexto año, su infancia había terminado.
Una nota había sido encantada para flotar sobre su cama, para que no se la perdiera. Draco la tomo del aire y leyó, con el desordenado garabato de Potter: "Quería volver antes de que Ron se despertara, Hermione probablemente nos hará pasar el día en la biblioteca, tal vez te vea allí. Gracias por dejarme quedarme un rato".
Draco tuvo que hundir la cara en las rodillas, los ojos cerrados y las uñas clavándose en las pantorrillas. Odiaba absolutamente la forma en que su pecho se agitaba al ver la letra de Potter, y la forma en que las palabras manchaban sus mejillas con un profundo rubor. ¿De qué serviría, pensó, ser tan fastidiosamente racional si ni siquiera podía seguir su propio consejo?
No soy tan estúpido como para dejarme enamorarme de ti, le había dicho a Potter. Frunció el ceño, irritado consigo mismo. De qué sirvió, de hecho.
Por supuesto, no se había enamorado de Potter. No era nada tan vulgar como eso. Pero tampoco podía decir con ninguna convicción real que lo odiaba. ¿No lo había admitido anoche, justo después de pedirle al propio Chico Dorado que se quedara un poco más? ¿A dormir en su cama?
La verdad ineludible era que la presencia de Potter de alguna manera se había vuelto... agradable. Agradable, incluso. Por más que detestara admitirlo, Draco adoraba tener los ojos de Potter puestos en él. Le encantaba el hambre que veía allí, y como Potter tan tímidamente había señalado, a Draco le encantaba la forma en que Potter parecía irradiar vida, pasión y poderosa magia. Porque Draco, cuyo mundo una vez había ardido con el cálido resplandor de la familia, ahora era tan frío y desolado como la celda de su padre en Azkaban.
Llamaron a su puerta, y Draco, sintiéndose repentinamente desnudo incluso debajo de su pijama, se apresuró a enganchar lo primero que vio: un jersey en el suelo junto a su cama. El jersey de Potter, que aparentemente había olvidado cuando se fue mientras Draco aún dormía.
-¡Adelante!- Draco llamó, tirándolo sobre su cabeza y temblando tan pronto como el olor lo envolvió. Era lo suficientemente fuerte como para hacer que se sintiera como si Potter estuviera encima de él una vez más, presionándolo contra la cama y respirando obscenidades en su oído.
La puerta se abrió y Pansy entró ya vestida para el día, con los ojos clavados en lo que presumiblemente era la portada del diario El Profeta de hoy .
El estómago de Draco se hundió.
-¿Ahora que?- dijo, tratando de mantener el temblor fuera de su voz. Pansy miró hacia arriba, interrogante, antes de que su rostro se aclarara.
-Oh, esto- agitó el periódico -no, no es nada, ya estaba por bajar para el desayuno. ¿Qué más podrían hacerle a tu familia, Draco, de verdad?-
Metió las piernas para hacer espacio y Pansy se sentó de inmediato, con una ceja levantada al ver su apariencia.
-Ese suéter es horrible, Draco- dijo arrastrando las palabras -¿Siempre lo has tenido? ¿Te he dado varios de los míos y decides sacar una cosa vieja y andrajosa como esa? Honestamente. ¿Te paso algo más?- ella comenzó a levantarse pero Draco la detuvo con una mano en su brazo.