Acto Segundo 1.3

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Chloe, Él Doctor Y El Padre De La Otra Alicia

PADRE.—Perdón... ¿El doctor Roda?...

DOCTOR.—A sus órdenes.

PADRE.—Tengo algo que pedirle... Algo muy íntimo, muy difícil... Pero necesario.

CHOLE.—¿ Estorbo ?

DOCTOR.—De ningún modo. La señorita es persona de mi absoluta confianza.

PADRE.—Doctor... DOCTOR.—Diga.

PADRE.—Doctor... ¡Hágame usted morir!

DOCTOR.—¿Yo?

PADRE.—Sí..., comprendo que es una petición extraña. Pero es que usted no sabe... Yo también soy médico. He pedido esto mismo a otros compañeros: todos me compadecen, pero ninguno ha querido ayudarme. ¡Usted puede hacerlo! Por compasión, doctor. También yo lo he hecho una vez. ¡Le juro que es absolutamente necesario!

DOCTOR.—¿Por qué?

PADRE.—Porque es monstruoso seguir viviendo así. Nunca he tenido grandes motivos para desear la vida. Pero antes la tenía a ella. Tenía un deber: unos ojos y una voz que me necesitaban.

DOCTOR.—¿Quién era ella?

PADRE.—Era mi hija... Estaba paralítica desde la niñez. Tendida siempre en una hamaca. Nada se movía en su cuerpo; sólo los ojos... y aquella voz de música, que era una vida entera. Yo le leía los poemas de Tennyson; ella me escuchaba mirándome. Y hablábamos a veces... muy poco, muy bajito, pero bastante para los dos. Hasta que un día yo empecé a sentirme enfermo. No podía engañarme; era uno de esos males lentos y seguros, que no perdonan. Entonces sólo sentí el terror de dejarla sola. ¡Pobre carne quieta! ¿Qué iba a ser su vida sin mí? No pude resignarme a esta idea. Tenía a mi alcance la morfina... Y la fui durmiendo suavemente..., sin dolor... hasta que no despertó más. ¿Comprenden ustedes? Era mi hija y mi vida. La he matado yo mismo. ¡Y yo estoy todavía aquí! Estoy sintiendo con espanto que mi mal se aleja, que acabaré por curarme... Y no tengo fuerzas para acabar conmigo... ¡Cobarde..., cobarde!

(Cae desfallecido en un asiento. Pausa. El Doctor aprieta angustiado las manos de Chole.)

DOCTOR.—Sí, la vida es un deber. Pero es, a veces, un deber bien penoso.

CHOLE (Llama en voz alta).—¡Alicia!

PADRE (Sobresaltado).—¡Alicia! ¿Quién se llama aquí Alicia?

CHOLE.—Es nuestra enfermera.

PADRE.—...También ella se llamaba Alicia.

(Entra Alicia. Trae un libro bajo el brazo. El Padre avanza lento hacia ella, mirándola con una intensa emoción.)

PADRE.—Es... extraordinario..., cómo se parecen... Los mismos ojos; pero en «ella» más tristes. Permítame... Las mismas manos. (Amargo, como si fuera una injusticia.) Pero éstas están sanas, calientes... ¿Y la voz? ¿Quiere usted decir algo, señorita?

ALICIA (Sin saber qué decir, sonriendo).—Gracias...

PADRE.—Ah..., no... La voz, no. Perdone; tiene usted una voz muy agradable. Pero ella..., cuando ella decía «gracias», todo callaba alrededor. ¿Qué leía usted?... Versos... ¿Conoce los poemas de Tennyson? Si no le molesta, yo se los leeré en voz alta. ¿Puede ser, doctor?... En el jardín, ¿quiere? Usted tendida en una hamaca, quieta; yo a su lado... ¿Me permite que la trate de tú?

ALICIA.—Se lo agradezco.

PADRE.—No..., míreme, si quiere... Pero hablar, no... No digas nada... Alicia.

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