Acto Tercero 1.2

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FERNANDOY HANS. Luego, LA DAMA TRISTE

FERNANDO.—¿También usted se va?

HANS.—También.

FERNANDO (Fijándose en su equipaje).—¿A El Cairo?

HANS.—A la ciudad. Me han ofrecido un puesto en el Hospital General.

FERNANDO.—¡Ah!, enhorabuena.

HANS.—Aquello es otra cosa: hay ambiente. Acabo de leer un resumen en la «Gaceta Médica»: solamente en una semana; ¡veinticinco casos!

FERNANDO.—Espléndido.

HANS.—Aquí, en cambio, ya ve. Al principio la cosa prometía; acudía la gente, hubo varios intentos. En fin, para empezar no estaba mal. ¡Pero ahora!

Esa Cora Yako ha acabado por ponerme fuera de mí. ¿La ha oído usted reír?

¡Es insultante! ¿Y besar?

FERNANDO.—Tiene mucha vida esa mujer.

HANS.—Demasiada. (Confidencial.) ¿Sabe usted que ha intentado seducirme?

FERNANDO.—¡A usted!

HANS.—A mí. Esta mañana. Estaba yo afeitándome tranquilamente a la ventana y, así como jugando, ha empezado a tirarme piedras. Tuve que refugiarme en el interior. Cuatro piedras como nueces metió por los cristales. Y después un ramo de violetas. Lo de las piedras pase, pero un ramo de violetas a mí... ¡Un poco de formalidad, señora! ¿Y el caso de la Dama Triste? Es espantoso. Imagínese usted que anoche, en ese césped, entre las acacias... (Viéndola llegar.) ¡Ella! (Entra la Dama Triste, cantando entre dientes el «Danubio Azul». Viene sonriente, vestida de colores claros; graciosamente rejuvenecida, pero sin bordear en ningún momento el grotesco.)

DICHOSY LA DAMA TRISTE

DAMA.—Buenos días, Hans. Buenos días, Fernando.

FERNANDO.—¿Han visto qué mañana tan hermosa? Todo está blanco de narcisos; huele a corazón el campo... ¡Ay, cómo retumba aquí esa primavera local! ¿Les gusta este vestido?

FERNANDO.—Es muy alegre.

DAMA.—¿Discreto, verdad? Y le advierto que no es nada: un nansú gracioso, unos godés, el clip de plata..., nada. Perdonen ustedes que no me entretenga..., me están esperando. ¿Por qué tiene usted ese aire tan triste Fernando? ¡Un día como hoy! ¿Se siente mal? Arriba ese corazón, amigo mío.

¿Por qué no se viene usted a comer con nosotros?

FERNANDO (Asombrado).—¿A comer?

DAMA.—Comemos arriba, junto a la fuente. Habrá de todo: carnes blandas y de monte, truchas del torrente, frutas nuevas y vinos rubios andaluces, de esos que hacen cosquillas en el alma. ¿Le esperamos? Anímese, Fernando; hasta luego. ¡Buenos días, Hans! (Hace un gracioso gesto de despedida, agitando los dedos, y se va feliz tarareando, marcando inconsciente el paso del vals. Fernando mira a Hans desconcertado.)

FERNANDO.—Pero, ¿es que se ha vuelto loca esa mujer?

HANS.—Peor. ¿No la ha oído usted tararear el «Danubio Azul»?

FERNANDO.—Sí, parecía.

HANS.—¿Y no lo recuerda eso nada?

FERNANDO.—¡El profesor de Filosofía!...

HANS.—El mismo. Anoche los sorprendí juntos, al claro de luna, entre las acacias. (Filosófico.) ¿Se ha fijado usted alguna vez en los ojos de las vacas?

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