Acto Segundo 1.4

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CORAYAKO Y EL AMANTE


CORA.—Perdón... ¿Es usted empleado de la casa? (Él la mira vagamente. Niega con la cabeza.) Ah, entonces es un... un... (Él afirma del mismo modo.) ¡Qué interesante! Da escalofríos... ¿Y por qué?

AMANTE.—¡Amor! He amado mucho; he sido todo lo feliz que puede ser un hombre. ¿Para qué vivir más? Yo he tenido en mis brazos a Margarita, a Brunilda, a Scherazada...

CORA (Le mira con inquietud).—Ya...

AMANTE.—¿Por qué me mira así? Cree que estoy loco, ¿verdad? Como todos. Ah, no es fácil comprenderme. ¡Tendría usted que haberla conocido a ella! Yo la vi por primera vez en el «Fausto».

CORA.—¿Era cantante?

AMANTE.—¡Era una voz de plata enredada a un alma! Yo era un muchacho pobre, pero tenía juventud, hacía versos... Cora no necesitaba más.

CORA.—¿Se llamaba Cora?

AMANTE.—Cora Yako.

CORA.—Ah, Cora Yako... ¡Qué interesante!

AMANTE.—Yo estaba en lo más alto de la galería; pero toda la noche cantó para mí.

CORA.—¿Para usted sólo?

AMANTE.—Me lo decían sus ojos, que no me dejaban un momento. Volví al día siguiente. Le envié un ramo de orquídeas. Aquellas flores costaban más de lo que yo ganaba para comer. Pero no podía negárselas... Robé el dinero.

CORA (Interesada).—¿Robó usted?

AMANTE.—¿Qué no hubiera hecho por ella?

CORA.—¿Tanto llegó a quererla en una noche?

AMANTE.—A veces cabe toda la vida en una hora.

CORA.—¿Y ella?

AMANTE.—Ella comprendió. Besó las flores despacio, despacio, mirándome... Y así empezó el amor. Una semana en Viena... El Danubio, el barco... Salimos para El Cairo.

CORA.—El Cairo..., ya recuerdo. ¿Es aquel pueblo grande, tan sucio, que tiene el hotel frente al teatro?...

AMANTE.—No recuerdo el hotel.

CORA.—Sí. Y que riegan las calles con un odre.

AMANTE.—No sé. Yo sólo recuerdo una tarde en camello por la arena roja, las orillas del Nilo, los tambores del desierto... ¡Y luego, las pirámides!

CORA.—Ah, ¿pero hay unas pirámides por allí cerca?

AMANTE.—¿No conoce usted Egipto?

CORA.—Sí, he estado tres veces; pero en el teatro, en el casino.

AMANTE.—Cora buscaba conmigo el paisaje; el gesto y la canción de las razas. Una noche, en Atenas...

CORA.—¡Atenas! También recuerdo yo Atenas. Es viniendo de Montevideo, ¿no?

AMANTE.—A veces, sí.

CORA.—Sí, un pueblo de terrazas frente al mar..., con unos hoteles sin baño, unas comidas muy picantes... (Encontrando al fin la metáfora exacta.) ¡Había un empresario rubio que hablaba español!

AMANTE.—Es posible. Lo que yo recuerdo es aquella noche en el Partenón. Cora quería cantar la «Thais» de Massenet, desnuda sobre las gradas de Fidias... Y luego, la India: los dioses de la jungla, con siete brazos, como candelabros. El Japón de los dragones y los samurais... ¿Conoce usted Oriente?

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