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Sentada con la mochila del colegio sobre su falda, abrazándola de un modo inconsciente mientras su vista está enganchada al reloj de péndulo a su izquierda, apretando su boca hasta volverla una línea y con la incomodidad llenando su pecho. Así está Lesly, con las manos sudorosas y la garganta seca, rogando que las horas pasen más rápido para no estar más tiempo en el departamento de su extraña vecina esperando la llegada de sus padres, ya que olvidó su llave para entrar.

En la sala el único sonido es del reloj y un ajetreo lejano que parece provenir de la cocina, como alguien lavando porcelana. De repente las campanadas suenan y hacen a la niña brincar por el susto. Una risa le hace voltear la cabeza y ve a la señora Sara ingresar desde la cocina con un pequeño juego de té en un tono verde oliva.

Con la taza en mano y tras devanar su cerebro, Lesly, por fin encuentra un tema para cortar el silencio y apagar un poco el sonido de aquel reloj que está a punto de hacerla enloquecer. —¿Le gusta el verde? —pregunta para inmediatamente arrepentirse ya que era más que obvia la respuesta, sino por qué toda la sala estaría en esos tonos. Hasta las pequeñas manchitas del papel tapiz eran verdes.

Tras una risita la mujer responde —La verdad, no me gusta. Pero era el favorito de David, mi exmarido. —Mira alrededor de la habitación y, antes que la niña piense en disculparse, pregunta —¿Galletas?

—Si, por favor —agrega la pequeña y mientras, la mujer se camina hacia la cocina, el silencio habita nuevamente; pero no dura mucho ya que Sara vuelve a aparecer.

—Parece que no quedan, saldré a comprar, siéntete como en tu casa.

¿Habría preguntado algo malo? ¿Por qué se marchó así? ¿No se supone que no hay que dejar extraños en casa? Y muchos otros interrogantes de este tipo pasaron por la cabeza de Lesly, pero no encontró respuesta a ninguno.

Esperó tanto que el té se le terminó enfriando y las luces de la calle, una a una, comenzaban a prender, por lo que se vio en la obligación de levantarse y encender la luz. Un maullido la sobresaltó, a este paso terminaría con un paro cardiaco antes de que sus padres llegaran.

Con el segundo maullido ubicó que el mismo venía desde una de las puertas cerradas del pasillo, pero no fue hasta el quinto que se decidió, tras colgarse su mochila, a "abrirle la puerta al gato". Porque a lo mejor su vecina tenía un gato y accidentalmente lo había dejado encerrado ¿no?

En dos pasos cruzó el pasillo con las puertas a la cocina y al baño, quedando frente a otras dos puertas, seguramente habitaciones. Pero el maullar había callado, así que apoyando una oreja en la puerta de la derecha probó suerte; solo silencio. Al momento en que se estaba por ir a la otra, el sonido de movimiento le hizo decidirse por abrir justamente esa.

Tras bajar el picaporte una oscuridad densa del otro lado la sorprendió, tan negra que ni la luz de la sala lograba colarse. Estiró su mano al costado de la puerta, sin ingresar, en busca del interruptor. Tras un rato se hiso la luz y sus ojos se cerraron brevemente con cierto dolor.

No había gato en la habitación, sino grandes marionetas fuertemente atadas por hilos al techo que las obligaban a mantener ciertas poses. El terror inundaba el sistema de la niña, obligándola a quedarse estática en el lugar.

¿Eran las expresiones tan reales de las mismas lo que le causaba miedo? ¿Acaso la luz amarilla que las teñía dando demasiadas sombras a la altura del piso y no permitiendo diferenciar otros colores? ¿O era el hecho que, de dónde los hilos ataban sus poses, un líquido negruzco parecía gotear? Sí y no. Su miedo se centraba en que esas marionetas eran la copia exacta de los siete vecinos que, de la noche a la mañana, se habían mudado y que, esos ojos parecían mirarle como suplicando ayuda.

El maullido se volvió a escuchar y lentamente, con sus ojos muy abiertos, baja su vista sin siquiera atreverse a respirar viendo así el gran gato amarillo con la mitad de su cuerpo hecho en madera cerca de la puerta. Lesly cae al suelo y, con sus manos y piernas, retrocede de un modo desesperado. Pero aquel animalito, clavando sus garras en el suelo de madera se arrastra saliendo de la habitación y mostrando un pelaje de color atigrado, soltando un lamentable y sufrido maullido extendido que casi hace sangrar los tímpanos de la niña.

Mas ella no dejó de retroceder hasta cruzar la sala, llegando cerca del sofá. La pequeña criatura tampoco se detiene en su desesperada búsqueda de ayuda; ahora en la luz se puede notar su pelaje sucio con un líquido parecido a aceite pero con el distinguible aroma a combustible, justo donde su cuerpo de carne pasa a madera.

Una llave en la cerradura le corta la respiración, Susan había vuelto y se había quedado en la puerta por unos escasos segundos, los suficientes para que en la desesperación la niña corriera y pasará a su lado con camino a las escaleras. Pero, a mitad del pasillo, sus piernas fallan, como si hubieran perdido toda la fuerza. Gruesas lágrimas ya corrían por su aniñado rostro al momento en que miró a la vieja en el portal, para luego desviar sus ojos a sus traicioneras piernas. El terror corría como río por sus venas, porque sus piernas bajo la falda se habían comenzado a volver de madera como el gato que en ningún momento dejó de llorar.

Sara lentamente se acerca a la pequeña y tras tirar de una de sus piernas de madera, sin la necesidad de mucha fuerza, comienza a arrastrarla para ingresar nuevamente al departamento decorado cuidadosa y completamente en tonos verdes.

La puerta se cierra tras ellas, los bordes se funden con la pared y no queda una mínima ranura de la puerta que hasta hace unos momentos citaba 3B.

Un hombre sonrienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora