Tamquam. Alter idem

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Las noches.

Las noches eran lo que daba vida a Los Graneros.

Allí, perdidos en la nada, en un mar de oscuridad y destellos plateados de estrellas, luciérnagas oníricas blancas y doradas, murmullos de brisa y hojas de verano. Allí, donde no existía barrera ante lo imposible, un soñador y un mago compartían un viejo tejado de tablas astilladas por el tiempo y los secretos guardados.

El bosque, la casa, el cielo y el aire bullían de magia, abrazando aquellas dos figuras que disfrutaban de la noche, de su pequeño reino privado entre sueños.

Eran un sueño más.

El sueño más real que podían crear.

Lo sabían.

Por eso les daba miedo despertar.

Ojalá estar así por siempre...

Pero Ronan era dolorosamente consciente de que, por mucho que soñara lo inimaginable, su poder no alcanzaba para volver un momento eterno. Y sabía que Adam tenía una vida que vivir cuando despertaran de aquel verano.

Lo sabía.

Y aun así, si le hubiesen preguntado, hubiera respondido que no podía ser más feliz que en aquel momento.

Desde su posición, acostado sobre las piernas de Adam, elevó el brazo para poder acariciarle la mejilla, describiendo cada detalle de su rostro con la punta de los dedos. Se paró en seco cuando llegó a la oreja, el oído malo que siempre sería recordatorio de una época distinta para los dos.

Un pedazo más de Adam Parrish para amar.

—¿En qué piensas? —dijo Adam al viento, a las estrellas y a la luna que velaban por ellos en las alturas. Una de las luces soñadas se le posó en el cabello, despertando una aureola dorada alrededor de su cabeza.

—En ti.

Dos palabras demasiado poderosas, demasiado cargadas de significado. En labios de Ronan parecían cobrar forma, vida, vibraban de la misma manera que lo hacía aquel pedazo de sueño que aún se ocultaba en el viejo cobertizo que desaparecía ante ellos, oscurecido por el manto de la noche.

Adam siguió el perfil de la boca de Ronan con los dedos, sintiendo cada pliegue de sus labios rozando las durezas de sus manos.

—¿Por qué yo?

Había hablado la noche, los meses pasados, la línea ley, Cabeswater, las raíces de los árboles, Manufacturas Monmouth y las cartas de tarot que sobresalían del bolsillo de Adam Parrish.

Había hablado una historia.

Ronan no sabía si era capaz de continuarla, pero nunca había deseado algo con tanta fuerza. Los dedos sobre sus labios sintieron la sonrisa asomarse entre ellos.

—Acabas de sonar como Gansey.

Se rieron, ambos los hicieron. El tejado se cargó de aroma a menta fresca y el recuerdo de un Camaro naranja que estaría recorriendo medio mundo en aquellos instantes junto a un lirio del azul más excéntrico que podrían imaginar.

La brisa se llevó las palabras y las voces, sumiéndolos de nuevo en el reconfortante silencio que compartían. Hasta que Ronan chasqueó la lengua.

El brillo de las luciérnagas se engarzaba en los pedazos de tatuaje que le lamían el cuello, vibrando en cada poro de su piel.

—No me hagas preguntas filosóficas, Parrish —susurró, perdiendo la mirada en el oscuro horizonte plateado de luna—. Sobre todo si tú tampoco sabes responderlas.

Adam se encogió de hombros, aspirando la noche.

La realidad esperaba una respuesta.

Pero ellos vivían en un sueño.

El mago se inclinó sobre el soñador, despacio, guiado por el latir de los seres que poblaban la oscuridad que los rodeaba, hasta que alcanzó sus labios.

Un roce.

Y un beso.

Largo, suave, intenso, del sabor del verano y del rocío. Un beso que susurraba palabras de amor en latín y desentrañaba los misterios de un rey dormido.

Los árboles se agitaron a su alrededor, sintiendo la energía de más que los atravesaba, que los acunaba bajo el firmamento sin límites.

Adam.

Ronan.

Adam y Ronan.

Ronan y Adam.

¿Acaso no tenían ya su respuesta?

Sus bocas se separaron, bebiendo de un último aliento compartido.

—Tamquam... —susurró Adam. Ni todas las estrellas del universo podrían haber brillado más que su mirada bajo la noche en Los Graneros.

—Alter idem —completó Ronan, sintiendo que el corazón se le deshacía en el pecho, que la magia de los sueños podría convertir en eterno ese y único momento.

Podría.

Pero no quería convertir en un sueño aquella noche de realidad.

Más que algo del reino onírico, eran un secreto.

Eran palabras en voz baja al despertar, roces de manos sobre el sofá, besos lentos y apasionados, abrazos por la espalda, nombres con demasiada intensidad, tardes de juegos y mediodías entre animales soñados y canciones en latín.

Eran noches compartiendo una sola cama, despertares sin pesadillas y deseo y placer y amor desbocado.

Eran magia y sueño.

Ronan.

Adam.

Un cuento de verano demasiado real como para quedarse en un sueño.

Un cuento de verano demasiado real como para quedarse en un sueño

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Ilustración de Lucía Trueba (Ducky969 )

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