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31 de octubre

El crepúsculo se hacía patente cuando entré en la tienda para recoger la cartera. En cuanto la tuviese, iría a buscar a Sybil una vez más. No la había visto en toda la tarde y un cosquilleo se había instalado en el estómago, pero no como señal de que algo bueno iba a suceder. Desde hacía unos días, sentía que estaba más callada y distante.

Por las noches, repasaba cada conversación, cada gesto que hubiese podido molestarle; sin embargo, terminaba con dolor de cabeza y sin encontrar la respuesta a lo que le podía suceder. Así que opté por preguntarle sin andarme con rodeos.

-Elisa... -Mi corazón dio un vuelco al escuchar su voz.

-¿Sybil? ¿Dónde estás?

-Arriba. ¿Puedes venir?

El tono de voz hizo que el miedo se apoderase de mí. Ya no desprendía la alegría que tanto me gustaba. Ahora, la tristeza se hacía evidente en las palabras. Temiendo que algo le hubiese sucedido, subí los peldaños de dos en dos.

-¿Qué ocurre?

Me quedé parada cuando vi que se giraba y levantaba una mano para que no siguiese. Contemplé cómo se apretaba las manos con nerviosismo, mordiéndose el labio inferior como si le fuese imposible decir algo. Minutos después se atrevió a dar un paso hacia mí y tomó una respiración profunda antes de comenzar a hablar.

-La primera vez que estuve aquí, me sentía perdida. No sabía qué hacía en este lugar ni quién era. Los fragmentos de recuerdos que me abordaban no lograban mostrarme por completo por qué había llegado hasta este sitio.

»Entonces te conocí y pensé que con tu ayuda lograría saber. Sin embargo, durante los días que estuvimos juntas, ese deseo de recordar se iba esfumando para intentar conocer más sobre ti. Me sentía encerrada, pero contigo me fui liberando poco a poco. Y llegó un momento en el que pude recordar todo; saber el fin por el que volví.

Sybil se apartó y mi mirada pasó de ella hacia el cuadro que había justo detrás. Por un momento, me costó asimilar lo que estaba observando. Tuve que acercarme para comprobar que los sentimientos no me estaban jugando una mala pasada. Donde antes solo había un exquisito paisaje de flores blancas y rosas, ahora había un rostro que nunca antes había estado ahí; el mismo que había contemplado durante los días pasados, con el que había reído y disfrutado de cada momento, rodeadas de pinceles y pintura.

Frente a mí, su retrato ocupaba parte de la pared. Era increíble cómo las pinceladas habían logrado captar los reflejos de la luz en el pelo, el brillo de los ojos azules, su sonrisa. Extendí una mano para tocar el lienzo. La textura de la pintura raspaba la piel devolviéndome a la realidad.

-No... -Me costaba hablar ante aquella relevación-. Esto no puede ser verdad.

-Yo tampoco lo creí al principio. No recordaba nada, pero los cuadros me sirvieron para hacerlo. En todos ellos está plasmada mi vida, una parte de mí impregna cada obra. Al fin he logrado saber por qué he vuelto una vez más.

»He podido ser quien quería. No debí de esconderme tras un seudónimo por ser mujer para que mis cuadros gustasen. Por una vez, no he tenido que esconder mis sentimientos, disfrutar de lo que siempre he amado siendo yo misma. He logrado ser feliz y es por ello que puedo avanzar.

-No te marches. -Mis palabras salieron como un susurro. Las lágrimas comenzaban a brotar y yo solo podía borrarlas con fuerza.

Me acerqué a ella, sin embargo, al acariciarla, la mano atravesó su pecho al igual que el dolor lo hacía en el mío. Estaba perdiendo a una amiga. La única que me había comprendido después de tanto tiempo, la primera que hacía desde que llegué allí, la que hacía que no me sintiese sola y perdida.

-Elisa, vas a ser muy feliz. ¡Has encontrado tu camino y por fin estás volando como siempre quisiste sin que nadie te retenga! Me alegro de que tú seas quien me haya hecho sentir todo esto y que albergaré en mi alma.

Sybil se acercó y se inclinó para besarme la mejilla. Antes de retirarse, las palabras que dijo en el oído calmaron el agitado corazón, pues sabía que estaba diciendo la verdad. De otra manera, todo aquello no hubiese sido posible.

-¡Sé feliz! Te mereces eso y todo lo bueno que te sucederá. No tengo dudas de ello, porque ese fue el deseo que pedí a las estrellas aquella noche.

Como la primera vez que ella apareció en aquel lugar, una ráfaga de aire cruzó la habitación haciendo que un escalofrío recorriese mi cuerpo. Entonces, frente a mis ojos, su figura se desvaneció y pude escuchar su voz diciendo adiós. Con paso inseguro, me acerqué hasta el cuadro. Su sonrisa se había vuelto más amplia; más verdadera.

«Siempre estaré contigo. Mi alma vivirá en cada uno de estos cuadros, acompañándote toda la vida».

Aquellas palabras dichas con tanto amor provocaron lo que hice segundos después. Sin tiempo para pensarlo dos veces, descolgué el cuadro del paisaje que tanto me gustaba. En él había advertido, hacía tiempo, la sombra de una mujer sentada mientras contemplaba la noche en Edimburgo. Entonces, comprendí que aquella mujer era Sybil. Se había dibujado a sí misma, por tanto, parte de su alma estaría allí al igual que ella.

Con el cuadro en las manos, me dirigí a la trastienda y lo coloqué en el caballete para luego tomar el pincel con la pintura blanca. Con los ojos casi nublados por la emoción, dibujé líneas en el cielo de la noche. Aquellas representaban la lluvia de estrellas que ambas habíamos visto hacía dos días. Un momento mágico que se quedaría grabado en mi corazón para siempre. Cuando terminé, di un paso atrás para contemplar la obra. Entonces, algo mágico sucedió. De la nada surgió otra figura sentada junto a la de Sybil que observaba, al igual que ella, el cielo nocturno, ahora cuajado de estrellas fugaces.

«Todo está bien. Parte de mí estarán con ella. Nunca más estará sola», pensé al mismo tiempo que dejaba las herramientas sobre la mesa para alejarme de la trastienda. Allí, en aquel lugar rodeado de tanta belleza, viviríamos por siempre las dos.

Pinceladas del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora