Cap. 1 - El rábano

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Eran las 2:04 de la mañana cuando la escuchó llorar.

Lo habían mandado a la cama junto a sus hermanos hacía horas, a las 7:12 de la tarde, cuando su madre empezó a sentir dolor y a doblarse sobre sí misma, pero, por supuesto, todos estaban demasiado emocionados como para dormir. Günther se había pasado a la cama de Wilmar y los dos se habían puesto a susurrar. Ludwig era el más pequeño de los tres (tenía cuatro años, tres meses y dos semanas, Günther tenía siete, un mes y cinco días y Wilmar tenía diez, ocho meses y tres días) y nunca había sido invitado a esas conferencias nocturnas que sus hermanos sostenían cada vez que pasaba algo interesante en la casa. No se suponía que las tuvieran. Frau Anselma les decía que los niños buenos se iban a dormir cuando se lo ordenaban y Ludwig trataba de ser bueno, de verdad que sí.

Suponía que esas reglas no aplicaban a sus otros hermanos (Adolar tenía dieciséis años, cuatro meses, una semana y un día y Hugo tenía trece años, diez meses y una semana, pero cuando se presentaba, decía que tenía casi catorce, lo que irritaba mucho a Ludwig) porque los dos se habían quedado sentados en la mesa del comedor con su padre mientras las doncellas ayudaban a su madre a subir la escalera.

—¿No vas a ir a llamar a la partera, padre? —había preguntado Hugo.

Su padre se había servido otra copa de vino.

—Cuando Gerald nació, fui a llamar a la partera no bien tu madre empezó con los dolores —les explicó—. La mujer me regañó, porque siendo una primeriza, el parto tardaría horas. Contigo y los demás pasó lo mismo, así que ahora no tengo prisa.

Era lógico. Ya había pasado por esta situación seis veces antes (Gerald tenía dieciocho años, siete meses, tres semanas y cuatro días y no vivía en la casa, sino con el maestro del que estaba aprendiendo un oficio). Adolar y Hugo debían de ser lo bastante mayores para recordar cuando habían nacido Günther, Wilmar y Ludwig, así que estaban muy calmados.

Ludwig no lo estaba. A tal punto que cuando Frau Anselma les dijo que debían subir a acostarse dieciocho minutos antes de lo acostumbrado, le preguntó si su madre iba a morir.

—Claro que no —le dijo Frau Anselma, con el ceño fruncido como de costumbre—. Tu madre ya ha pasado por esto seis veces. Su corazón es fuerte.

Ludwig sabía que, porque algo pasara seis veces, no significaba que fuera a pasar siete. Era muy probable que pasara siete, pero no estaba asegurado. No le gustaba nada todo aquel asunto. Desde que sus padres les habían anunciado que esperaban otro hijo, la casa no había sido la misma. Todos estaban pendientes de su madre: cocinaban lo que ella quería y nunca lo que les gustaba a todos, Frau Anselma los regañaba por ser ruidosos aunque fuera la hora de los juegos y los gatos, a los que su madre ya tenía una terrible aprehensión, estaban más que nunca prohibidos en la casa.

Así que después de que Frau Anselma apagara la vela, después de que los dejara en el cuarto solos en la oscuridad, después de que Wilmer y Günther dejaran de susurrar, Ludwig se levantó de la cama, arrimó el baúl de los juguetes a la ventana (era pesado y temió que el ruido despertara sus hermanos, pero los dos dormían profundamente) y se encaramó encima.

Si se paraba en el ángulo correcto, podía ver la entrada de la casa, por eso se enteró que la partera llegó exactamente a la medianoche. El reloj del abuelo, en el piso de abajo, acababa de dar la segunda campanada cuando las rejas se abrieron y uno de los sirvientes (Karl, creía, pero no podía estar seguro porque la capucha de la capa le oscurecía el rostro) entró en un caballo con la partera en la grupa. Era una mujer alta que usaba una toca sobre sus cabellos grises, igual que las Devotas. Había estado en la casa unas cuántas veces en los últimos meses para palpar el vientre hinchado de su madre y asegurarse que el bebé estuviera creciendo bien.

El cuento del relojeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora