Cap. 7 - Escena 3

12 1 0
                                    

Había fuertes voces masculinas entre los que hablaban, gritándose entre sí cosas que ella no entendía. Los carromatos que llevaban consigo se veían enormes y extraños en la luz que se extinguía con cada minuto que pasaba. Su hermano había dicho que fueron amables, pero ellos eran hombres a caballo. Ellas eran dos chicas solas, sin montura, sin nada de valor salvo ellas mismas. ¿Qué harían si intentaban llevárselas? No había nadie que pudiera escucharlas gritar...

Tiró de Fionna para apartarla del camino, detrás de la línea de los árboles.

—¿Qué haces? —preguntó Fionna—. Podríamos pedirles que nos lleven de vuelta a la finca...

—¿Estás loca? ¿No escuchaste las cosas que dijo mi madre? ¿De verdad piensas arriesgarte de esa forma?

Fionna abrió la boca, pero Rapunzel le puso una mano encima para que no dijera otra palabra. Se quedarían allí en silencio, rogando que no las vieran, que no se enteraran de su presencia. Pasarían de largo, se dijo una y otra vez. Pasarían de largo sin verlas ni escucharlas y entonces ellas seguirían su camino y llegarían a la finca, puntualmente a la hora de la cena (¿Qué hora era ahora mismo? ¿Por qué nunca le había pedido un reloj a Ludwig?) y no pasaría nada. Nadie se enteraría. Estarían a salvo.

Las luces se detuvieron justo delante de su escondite y el corazón de Rapunzel se desbocó. Debió de hacer un sonido o temblar o algo, porque Fionna se zafó de su mano y se alejó de ella hacia el camino.

—¡No! —dijo Rapunzel—. Espera...

—No llegaremos a ningún lado si nos quedamos aquí —contestó Fionna, pero su voz no sonó tan firme como antes. Ella también tenía miedo. Rapunzel la siguió, con piernas que temblaban bajo la falda. ¿Cómo se echarían a correr si es que tenían problemas?

Por ahora, sin embargo, los feriantes las miraban como si fueran apariciones que acababan de emerger de entre los árboles y supuso que así se verían, con el polvo de la torre pegado a las ropas y quizá ramas y hojas en el pelo. Fionna dio un paso hacia ellos y enderezó los hombros, como si eso fuera a mejorar su pequeña estatura.

—Buenas noches —les dijo, hablando con firmeza—. Disculpad, buenos hombres y damas. Hemos perdido nuestras monturas y necesitamos ayuda para regresar a casa.

Los feriantes se miraron entre sí. Tenían rostros en distintos tonos cobrizos e incluso uno tan oscuro que parecía azulado, con los labios más gruesos que Rapunzel había visto en su vida. Algunos de ellos tenían barbas, mientras que las mujeres llevaban tocados extraños que les cubrían la cabeza. Dijeron algo en un idioma que ninguna de las dos comprendió.

—¡Disculpad la molestia! —dijo Rapunzel, tomando el brazo de Fionna—. ¡No pretendíamos interrumpiros! Vamos, Fionna...

Fionna no se movió de su sitio.

—Creo que quieren que esperemos —susurró.

Uno de los hombres de tez oscura les estaba haciendo señas. Habló con otro y este subió los escalones de uno de los carromatos y llamó a la puerta.

Una ola de frío temor asaltó a Rapunzel. No era solamente el nerviosismo de estar en medio del campo ahora que había oscurecido. No eran únicamente las miradas de aquellos extraños o el pensamiento de lo que diría su madre cuando volvieran a la finca, si es que volvían.

Era algo que surgía del fondo de sus mismas entrañas, del fondo de su propia alma. Un escalofrío le bajó por la espalda y supo, con la misma seguridad que de pequeña sabía que había un monstruo bajo su cama, que no tenía que estar allí cuando la puerta del carromato se abriera. Que una vez que eso ocurriera, su destino estaría sellado para siempre.

El cuento del relojeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora