Cap. 3 - Escena 2

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El reloj dio las cinco y Rapunzel abrió los ojos. Era demasiado temprano todavía. Frau Anselma, que dormía en el cuarto aledaño, se habría tomado su copita de oporto con la cena como todos los viernes a la noche, y no despertaría hasta que fuera la hora del desayuno. Los sirvientes no tardarían en empezar con las actividades del día y a las siete en punto, Ludwig se despediría de su madre con un beso y partiría hacia el taller del señor Dreher.

Tenía muy poco tiempo y debía aprovecharlo al máximo.

Se echó el chal sobre los hombros y salió de puntillas del cuarto. Una vez la habían pillado en una de estas excursiones y tuvo que inventarse la excusa de que iba por una taza de leche para poder dormir. Su madre le había gritado por horas: ¿no sabía que salir de la cama sin abrigo y descalza podía darle una neumonía? ¿Qué sería de ellos y de su vejez, de su bendita vejez, si es que a ella le ocurría algo?

Rapunzel se había aguantado todo mordiéndose la lengua y mirándose los dedos de los pies, y había redoblado su cuidado para que nada como aquello volviera a ocurrir. Tenía terror que un día de estos la atraparan y descubrieran el verdadero motivo por el que salía de noche de aquella manera.

Y entonces estaba segura que nunca más conseguiría hacerlo.

No tenían un perro y los gatos se quedaban siempre fuera de la casa, porque su madre tenía miedo que arruinaran los muebles y que su pelaje le diera alergia a Rapunzel. Cuando era niña había resentido esas restricciones: veía a las otras "muchachas de buena familia" con sus perritos falderos, tan tiernos, y se moría por uno, pero ahora le parecía mucho más fácil escabullirse sin arriesgarse a que uno se pusiera a ladrar para alertar de sus actividades.

Cruzó el jardín en puntas de pie, deleitándose en el frío del rocío en las plantas desnudas de sus pies, y se escondió detrás del roble, respirando con mucha calma. El portero no saldría de su casilla hasta más tarde en la mañana, pero si alguien se asomaba por una de las ventanas de la casa ahora mismo y la veía...

No tendría que estar escondida mucho tiempo más. Oyó el silbido del cartero, que se acercaba por la calle como todas las madrugadas. Abrió el buzón que colgaba de la reja, revisó las cartas que su madre había depositado la noche anterior allí, las guardó en su bolso y dejó un pequeño paquete dentro antes de cerrarlo y seguir su camino, todavía silbando.

Rapunzel trató de calmar el latido agitado de su corazón mientras entreabría la reja con su copia de la llavecita que siempre llevaba al cuello. Le había costado su mejor engatusamiento conseguirla: tomarla mientras el portero estaba distraído con sus pestañas, y luego convencer a una de las doncellas que su madre había encargado una copia por si ocurría justamente una pérdida como aquella. No fue fácil y todo el tiempo tuvo los nervios de punta.

Ahora tenía toda la operación reducida a un arte. Igual que las sonrisas, igual que su voz suave, igual que decirles a sus padres lo que querían escuchar de ella. Era la única manera, lo sabía, de poder obtener lo que realmente quería.

Abrió el buzón y examinó el fajo de cartas con rapidez bajo la leve luz matinal. Había día en los que no tenía suerte, en los que se había anticipado y la carta no estaba aún allí, pero esa mañana descubrió de un vistazo los trazos de la letra que buscaba. Tomó el sobre, se lo guardó dentro del camisón, cerró el buzón y el portón y se deslizó de regreso a la casa, tan silenciosa como un fantasma. Esquivó el escalón que crujía y se introdujo en su cuarto, deteniéndose un momento en la puerta para escuchar.

Frau Anselma todavía roncaba en su propio cuarto.

Rapunzel sonrió para sí y se sentó en la cama. Abrió el sobre con manos temblorosas.

El cuento del relojeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora