Cap. 2 - Engranajes

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La casa funcionaba con la precisión de un reloj. Rapunzel era el eje, y todos los demás, las manecillas que giraban a su alrededor.

Ludwig superó su resentimiento bastante pronto, aunque en la casa tardaron en dejar de mirarlo de reojo y tardaron más aún en permitirle jugar con Rapunzel, mucho menos tomarla de la mano y ayudarla a caminar. No era algo personal. Su madre tenía miedo que, como ellos eran "unos muchachos muy vivaces", le hicieran daño con sus juegos bruscos.

No le había importado antes cuando Ludwig volvía a la casa con la ropa desgarrada o manchada de barro, pero él no se podía olvidar que las circunstancias eran distintas. Rapunzel era distinta.

Jugaban a otras cosas con ella: cada vez que su padre volvía de sus viajes de negocios en la capital, le traía una nueva muñeca. Las tenía rubias, como ella, morenas, e incluso una pelirroja con enormes ojos azules y las mejillas pintadas de arrebol. Cada muñeca venía con sus vestidos, de encaje, de seda, con sombreritos, con zapatitos. Rapunzel las vestía y desvestía, les puso nombres a cada una de ellas y frecuentemente las invitaba a tomar el té, con la misma gracia con que su madre atendía a una baronesa o a los socios de su padre.

—¿Quieres un poco más de tarta, Camila? Permite que te sirva más té, Alejandra. ¿Te la estás pasando bien, Ludwig?

Ludwig fingía beber de su tacita vacía.

—Es una fiesta encantadora, hermanita.

Sus hermanos se burlaban por participar de esos "juegos de niña", pero bueno, siempre se habían burlado de Ludwig de todos modos. Cuando Hugo cumplió dieciséis y se marchó de casa para su aprendizaje, los otros dos se calmaron un poco. Quizá ya no era tan divertido atormentar a Ludwig cuando eran adolescentes y estaban a punto de empezar sus propias carreras. Tenían que actuar "como buenos hombrecitos", como les recordaba a menudo Waldemar.

Ludwig tenía nueve años, dos meses y una semana, y nadie lo tomaba por un "hombrecito", así que no veían el daño en que participara de las meriendas con Rapunzel y sus muñecas. Tenía tan pocas amigas, como decía a menudo su madre, ¿quizá sería una buena idea que se mudaran más cerca de la ciudad, para que pudiera interactuar con otras niñas de su edad?

Waldemar se atusaba el bigote cuando le hacía esos planteos durante las cenas familiares.

—No sé, Gerlinde. Creo que el aire de la finca le sienta bien.

—Sí, por supuesto —decía Gerlinde, que nunca se hubiera atrevido a contradecir a su esposo—. Pero me preocupa un poco que el sol le aje el cutis, ¡y en invierno hace tanto frío! ¿Qué ocurrirá si le da una neumonía?

—Theo tuvo una neumonía —dijo Rapunzel.

—¿Quién es Theo?

—El hijo de Bertha, papá. Trabaja en los establos.

—Claro, sí, ese muchacho.

Por su tono, Ludwig creyó que no lo recordaba en realidad y no le podía echar la culpa. Era dos años, siete meses y tres semanas menor que Ludwig, y siempre estaba tramando algo. Si no se trepaba a los árboles para hacer caer la fruta madura, andaba corriendo por los campos con los zapatos y los ruedos de los pantalones llenos de barro o rescatando perritos o gatitos de las fincas vecinas. Por suerte, su madre le decía a Bertha que más valía que se deshiciera de ellos y entre ella y el Viejo Willie, no lo dejaban salirse con la suya a menudo, pero a Ludwig le molestaba. Era como un segundero que atrasaba. No estaba en armonía con el resto de la casa. No entendía por qué a Rapunzel le caía tan bien.

El cuento del relojeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora