1.- De Hela Eriksen y su primer día.

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Levanté la mirada del tazón de leche con cereales. Le dí casi instintivamente y sin pensar demasiado un par de vueltas con la cuchara y miré a mi alrededor. Todo seguía igual. No sé por qué posé mi mirada sobre las pequeñas gotas de agua en la ventana que se aglutinaban para formar una desesperada carrera entre ellas hasta estrellarse contra el alfeizar.

Aquel no era un buen día, o eso pensé. No por la lluvia y las nubes oscuras bien cargadas de agua, aquello me encantaba, sino porque no encontraba el espíritu para afrontar lo que se me venía encima. Casi podía meter las puntas de mis cabellos en el tazón y la verdad, poco me importaría. Igual hasta eso podría ser excusa para escabullirme: "Tener el pelo sucio". "Jajaja", como si alguna vez eso me hubiese importado.

Miré de nuevo el reloj colgado en la pared de nuestra cocina y ahora parecía que las agujas iban hasta más rápido. No, no podía ser... Necesitaba ganar tiempo o que algo cambiase. No, no quería...

El sonido potente de un claxon irrumpió en la pequeña sala de la cocina nueva.

- ¡Mierda! -Fue todo lo que instintivamente pensé.

- Hela... cariño, el autobús del instituto ya está aquí. Date prisa en coger tus cosas. -Resonó una voz.

Miré hacia la puerta llegando tarde, justo para ver desaparecer a mi madre escaleras arriba mientras se abrochaba la bata de estar por casa. Era mi primer día de clase en el instituto nuevo desde que nos mudamos a esta ciudad por asuntos de trabajo de Papá y nada en este mundo parecía importarle que estaba al borde de un ataque de ansiedad. ¿Ni siquiera mi madre me iba a dar un mínimo de apoyo? ¿Ni moral aunque sea? ¿Hola? No soy muy fan de contarles mi vida a mis padres ni esperar que estos estén encima de mí, pero creo que dentro de mi algo pedía a gritos un mínimo de cariño, comprensión y apoyo aunque fuese en una mirada o un gesto.

- ¡Joder! -Exclamé sacándome absorta de mis propios pensamientos. Tantos devenires de cabeza a estas horas no pueden ser buenos.

Llevé el tazón al fregadero, recogiendo todo rápidamente, y cogí la mochila que tenía tirada en el suelo. Sentí una mínima lástima por si se rallaban las chapas de grupos que tenía puestas en ella, pero mi interés en aquello desapareció con la misma rapidez que vino. Solo son libros de instituto... Bah... Si al menos fuesen libros de misterio, aventuras, o ficción... Terminé de coger el abrigo y salí camino al bus.

No había nada que me angustiase tanto que el instituto. Y aún más el hecho de empezar en un instituto. Como si ya hubiese sido poco haber perdido a mis amigos y mi vida en Oslo para acabar aquí, perdida de la mano de Dios en este pueblucho mediocre de las afueras de Bergen.

Al llegar a las escaleras del bus escolar pude darme cuenta de una ligera reticencia en la cara del conductor. Debo confesar que desde la puerta de casa hasta la del autobús disfruté de la lluvia cayéndome en la cara en todos y cada uno de los metros de distancia de separación.

Nada más subir me resultó paradójicamente llamativo el ruido del jaleo de los demás chicos y chicas en el bus. Ya me lo esperaba, pero supongo que una nunca es capaz de imaginarse las cosas en las proporciones adecuadas. Dos pasos en el autobús camino de un asiento libre me fueron más que suficientes para saber que lo único que quería era ponerme mis auriculares a todo volumen y olvidarme del mundo. Al menos durante la media hora que tardase el autobús.

"El final del bus es para los guays". Es una regla no escrita del "abc" de todo adolescente. Y el inicio para los frikis, marginados, empollones y niños de mamá. Supongo que vendría a raíz de dado que los profesores siempre se solían sentar en la parte de delante, lo más inteligente para los alborotadores era poner tierra de por medio todos los asientos que se pudiese. Busqué sitio atrás casi instintivamente, pero no por hacerme la guay, sino porque si me sentaba delante desde el principio cualquier probabilidad de que consiguiesen hundirme en el ostracismo sería aún mayor desde el minuto uno. Estas son cosas que instintivamente una hace, no te paras a pensarlas, pero una ya no comete dos veces ciertos errores que solo el tiempo arregla (y medianamente). Divisé uno al lado de una ventana. Me senté casi a la par que me llegó cierto pensamiento de que probablemente me iba a arrepentir al estar tan cerca de los gamberros. Hacía bien marcando territorio, pero si algo caracterizaba a la chica que vestía de negro que era yo, era precisamente eso, que si me tocaban las narices lo iban a pagar caro.

MørketDonde viven las historias. Descúbrelo ahora