Capítulo 3: "Enamoramiento en 1° grado"

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Acudió a la puerta; alguien tocaba. Por la claraboya contigua a la misma, advirtió la fisonomía de Horatio. Supuso que regresaba del laboratorio. Eran cerca de las 20:30, dos horas después que los criminalistas diurnos parten de su turno.

No era habituales las visitas a los subalternos, más estaba al tanto de que Cassandra Fox atravesaba la licencia médica otorgada por las heridas. Esta igual se sorprendió.

Abrió alarmada. Alguna cuestión excepcional lo había traído.

Con su usual leve sonrisa, procuró tranquilizarla. Nada fuera de lo normal ocurría. Lo que avivaba el raro presentimiento ante su aparición.

"¿Y si vino por lo de ayer? ¿Y si tiene pensado aplicarme una suspensión?", carburó la oficial. Estaba confundida desde hacía veinticuatro horas. El cerebro le reiteraba —una y otra vez— lo sucedido cuando el teniente fue en su rescate. Un cúmulo de interrogantes la arrebataba. Odiaría tener una mácula en el legajo por aquello...

Lo hizo pasar, tratando de aparentar indiferencia. Él la saludó con un beso en la mejilla. Otra particularidad que no le era común con sus empleadas. Era hierático y muy respetuoso del metro cuadrado ajeno.

Al darse cuenta de la desazón ocasionada, le brindó una explicación verosímil a la que Cassandra demostró creerle. Era el jefe. Por qué dudar de su palabra, si a lo largo del vínculo laboral se había cansado de demostrar un sólido profesionalismo. Sin embargo, tuvo la corazonada de que se había apersonado con otro propósito y pensó: "¡O estoy muy sensible o él luce más guapo hoy! Además tiene esa fragancia tan rica, que únicamente yo percibo". En balde ahuyentó el dilema.

Para disimular el nerviosismo, le ofreció un café. Con algo entretendría su temblor y los nervios. Mientras, el teniente Caine, continuaba dándole vueltas al supuesto que lo traía. Ya se revelaba alterado también.

En la sala, donde la cocina desembocaba en concepción amplia y minimalista, se paseaba como una bestia en la sabana africana, cercando a la presa, evaluando la extensión de un impalpable coto de caza.

Con las manos en la cintura, admiró los movimientos de la oficial de entrecasa, calificando sus destrezas culinarias de precisas y quirúrgicas, como cuando estaba en funciones.

A ella le sonó a un halago, aunque ya no podía distinguir eso de una crítica. Su frialdad tan célebre, flaqueaba.

Con esperanza terminó el preparado, anhelando disipar la incomodidad vigente. Se dirigió a la mesa ratona y de nuevo le sugirió sentarse. Él, permanecía impaciente.

Degustaron la intensa infusión. A los dos les encantaba, aún con el clima de Miami, tórrido y húmedo. Y a los dos, les apetecía sin edulcorar.

Tras un prolongado silencio, esos que recargan de electricidad el ambiente, él le susurró lo que quería expresar. De ningún modo levantaba la voz, pero poco servirían sus sofisticados modales. Se encaminaban con ímpetu a lo que aquella noche sobrevino.

—Quería disculparme por lo de ayer... —dijo, casi convencido.

Ella, atormentada anticipó:

—¡Fue mí culpa, no sé qué ocurrió...! Me dejé llevar por la histeria del secuestro y el mareo del cloruro —Los verbos se amontonaban, era una ametralladora de emociones. Callaría lo que desató su actitud tan anti reglamento—. ¡Fui una incompetente, una amateur! —Se excusó.

Los vacíos seguían dilatándose. Él la estudiaba con la peculiar pose que lo definía: reclinaba la cabeza de costado, pensativo, entrelazando sus dedos en procura de descifrarla.

CSI: Miami -  El pactoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora