Capítulo 3: Madurez (II)

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Cuando lo supo, a Piamonte se le fue el gusto y se le fue todo. Se le fue la cabeza a los pies, ¡se le cayeron las manos!, y el frío se le fue hasta la boca.

Después vino un águila. Las manos estaban en el suelo gangrenadas y dolidas. El águila se las llevó

Piamonte se dio cuenta ya tarde, cuando el pajarraco llevaba en sus garras las manos con las que había comido en la enfermería. Lo siguió.

Esta fue su enésima hazaña.

Cuando recuperó sus manos, Piamonte se las dispuso malamente. De este modo, la mano izquierda acabó en el brazo derecho y, en el izquierdo, la derecha. Así fue a casa, con las manos cambiadas, mal puestas.

Las dejó así. Se fue a llorar con María al tejado. Y, durante un tiempo, quisieron que la luna los llevara.

Era verano, y Piamonte no se podía quitar la palabra muerte de la cabeza. «Puta guerra, María», le decía. Y María, madre huérfana, que no sabía qué narices estaba haciendo Piamonte con las manos, que parecía que las tenía cambiadas, siempre le contestaba con ese tono abatido de la madre abandonada: «Puta guerra».

Piamonte se llevó los siguientes años injuriando, condenando, maldiciendo a los asesinos de su hijo. 

—No es justo, María.

Y María le contestaba:

—Nada es justo en estos tiempos.

PiamonteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora