Epílogo

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I. DE LA MUERTE DE MARÍA

Cuando María murió, se murió pensando en su hijo, en la luna, en el cielo, en que lloró cuando La Matrona cogió del charco de sangre a su segundo hijo recién muerto, ¡por sus bracitos transparentes!, y lo molió en el mortero de madera, que tenía para machacar los granos de la planta de café.

En vida escribía poemas, y nunca sospechó que gustarían. Piamonte los detestaba. Pero otro los encontró amarillos y apolillados entre las telas harapientas y mugrosas de un trapero. Los cogió y los leyó. Tenían algo.

Los publicaron todos en una bonita edición de tapa dura y lomo negro titulada: Sonetos al antiquísimo modo, por María.

Entonces, nadie escribía sonetos. Su metro agradó a los críticos. Y el más famoso de todos ellos salió en periódicos y revistas y páginas de toda suerte y condición. Decía:

   «Después de ver el curso malherido

de tanto río al mar ilimitado,

tengo por lema ya ir a donde el hado

me lleve porque soy hija del destino.

   Pues no soy libre, no, sino vendida

y vil —me dijo— esclava maniatada

que, esangüe, casi muerta, apabullada,

se dice: "No soy libre" sometida».

   «Mas no, que tú eres libre. —Y dije—: Canta

y sé tú misma y vive, fiera avanza;

levanta al sol tu vista, pisa fuerte

   que vive el sabio a pesar de que sabe

que viene cerca de la muerte el ave

y clama que hay que ser pese a la suerte».

Por este poema, María fue muy celebrada y laureada en todos los círculos y cenáculos literarios. Claro que todo esto de manera póstuma. Y, a pesar de todo, sus novelas y sus escritos nunca fueron publicados. Esa es la realidad del escritor:

Uno escribe durante toda una vida, y solo escribe una cosa buena. Una por vida, y a veces ni una. «Escribimos para tirar lo que escribimos», afirmaba María.

En realidad, la tarde de su muerte era una tarde tan buena como otra cualquiera para morirse. Las nubes grises y cerradas habían dejado paso al sol tras una mañana de aguacero y tormenta. Y, cuando el sol entró en la sala, ella cantaba unos versos que yo no conocía, recordaba —yo no sé qué cosas recordaba—. Pensó: «La tarde está dorada y novelesca». Y, justo después de pronunciarse esas palabras y apuntarlas en la hoja de papel donde escribía, cayó sobre la mesa rendida y venerable.

II. DEL REENCUENTRO CON PIAMONTE

Más tarde, los rayos vespertinos irrumpieron a través del húmedo ventano del salón. La noche vio que ya no respiraba, que miraba al cielo, que de la boca abierta le salía un olor fétido, de savia corrompida.

Pero ya pasada la noche, cuando vino el alba, algunos cazadores dicen que vieron un espectro, que parecía el de María, entrar volando en la capilla del pueblo, ir al altar. Y vieron en el altar a otro espectro (también informe) que cualquiera hubiera dicho el de Piamonte. Y los vieron cogidos de la mano y después besarse.

Esto dicen los cazadores.

III. DEL AMOR

De repente, los perros siguieron el rastro del jabato que seguían. Los cazadores entonces no tuvieron más remedio que irles siguiendo, para no perderlos. Por eso, no presenciaron a dónde fueron los espectros o cómo iban.

Pero no hay de qué preocuparse, pues puede suponerlo el autor:

Dice el autor que, si sus espectros fueron y de verdad esos cazadores los vieron besándose, por seguro que de seguido se fueron juntos al cielo o al infierno o a donde más guste el lector.

«Es claro», dice el autor, «que estuvieron muy unidos y que siguieron muy unidos por mucho tiempo, si no por siempre». Lo decía María:

El amor es una vela

en la vida, el navegar.

Una vela que nos lleva

por las sendas de la mar

e ilumina como vela.

Y esto no se lo discute nadie.

FIN

PiamonteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora