Capítulo 5

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Elizabeth

—Pero hay un problema, yo nunca he trabajado como asistenta, por lo tanto no se que hacer.

—Es fácil, tienes que estar pendiente a todo, te vas a encargar absolutamente de todo lo que haga—asiento pensativa—eso sí, tienes que estar siempre disponible para cuando lo necesite, ya sabes, vas conmigo a las reuniones, las galas, presentaciones; prácticamente vas a ser como mi otra mitad. 

—¿Los fines de semana igual?

—Esos son libres, pero si necesito algo tienes que trabajar, ¿de acuerdo?

—Está bien—suspiro.

—Muy bien—saca un documento—este es tu nuevo contrato como asistenta, léelo con detenimiento y luego firmas—asiento y me dispongo a leer punto por punto.

Cinco minutos me toma leer el documento y todo me perece bien, ganaré muchísimo más que antes, cojo un bolígrafo y firmo.

—Entonces, ¿cuál es mi primer trabajo como secretaria?—pregunto dejando el bolígrafo en el escritorio.

Antes de contestarme la puerta es abierta. Miro a los dos chicos que acaban de entrar, les reconozco como Edgar y Oliver.

—¿Acaso no saben tocar la puerta?—recrimina Erik.

—A nosotros no nos hace falta—le contesta Edgar.

Por favor que su hermano no sea mi jefe, que su hermano no sea mi jefe.

Que seas mi hermano no te da derecho a irrumpir así en mi oficina—aclaró.

Genial.

—Da igual, vine a decirte que mamá y papá quieren verte—si antes Erik estaba serio, pues ahora está que echa humo por las orejas.

—No tengo nada que hablar con ellos—determina.

—Pero ellos...

—¡No quiero saber nada de esas personas!—me encojo en mi lugar por el gran grito que ha dado—Si viniste ha hablarme de ellos, déjame decirte que pierdes tu tiempo.

—Claro, siempre el perfecto Erik—ironiza—deja de huir del pasado y afronta las cosas; no fue culpa de ellos, pero sabes que, contigo es inútil hablar, solo piensas en ti.

Edgar sale azotando la puerta, Oliver mira a Erik mientras niega y sigue a Edgar. Yo me encuentro inmóvil, presiento que si hago el amago de respirar, me veré envuelta en un mar de gritos.

—Entonces, ¿cuál será...?

—¿Todavía sigues aquí?, sal ahora mismo de mi oficina—la frialdad en su voz me estremece, pero no me muevo, solo me quedo mirándolo—¡He dicho que salgas! ¡¿Acaso estás sorda?!

—¿Acabas de grítame? ¿A mí?

—¡Pues si que estás sorda, obvio te hablo a ti!—rio y me mira confuso.

—Creo que te equivocaste de persona, puedo ser tu asistenta, pero eso de gritarme no lo acepto y será mejor que no lo hagas más.

—¡Te grito si me da la regalada gana! ¡No eres nadie para decirme que hacer!

—¡No me grites! ¡No eres nadie para hacerlo!

—¡Soy tu jefe!—se para y camina hacia mí.

Pocos centímetros nos separan, levanto el mentón para que vea que no me dejo enervar tan fácil.

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