Capítulo 3.

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Juliana miró a Valentina con los ojos como platos.

—¿Cómo niñera? —repitió, llevándose una mano al abdomen. —¡Soy la madre de este niño, no tu empleada!

—Hace unos días solo eras un útero de alquiler. Yo diría que convertirte en niñera del bebé sería una promoción.

—¿Estás borracha? —le gritó ella, airada. —¡Debes estarlo si crees que aceptaría ser la niñera de mi propio hijo!

Valentina miró el delantal de camarera.

—¿Me equivoco al pensar que no tienes dinero... ahorros, inversiones?

Juliana pensó en la granja de su familia, miles de acres de terreno convertidos en cenizas, la casa destruida hasta los cimientos. Solo la había mirado durante un segundo, de camino al funeral, pero esa imagen estaría para siempre grabada en su memoria.

—No tengo inversiones —dijo por fin. No mencionó el seguro de sus padres porque la ponía enferma pensar en ello y, además, no era mucho dinero. —Solo un trabajo en San Francisco, donde me esperan el lunes.

—Ya veo —murmuró la mujer, esbozando una sonrisa. —Pero si no estás dispuesta a aceptar mi dinero, tendrás que ganarlo de algún modo mientras vivas en Italia, ¿no?

—No he dicho que vaya a mudarme a Italia, pero si lo hiciera conseguiría un trabajo...

—¿Tienes un permiso de trabajo?

—No, pero...

—¿Tienes capital para abrir una empresa que cree puestos de trabajo en Italia?

No sin vender la granja, pensó ella. Y no podía hacerlo, aún no. Tal vez nunca.

—No, no lo tengo.

—¿Hablas italiano?

—No —respondió Juliana, airada.

—No tienes nada, pero te niegas a dejar que yo corra con todos los gastos...

—No quiero tu dinero, ya te lo he dicho —le interrumpió ella. Valentina se encogió de hombros.

—Entonces, serás la niñera —dijo tranquilamente. —Podemos llegar a un compromiso.

—¿Un compromiso? La única que tendría que sacrificarse sería yo, dejando mi trabajo y mudándome al otro lado del mundo.

—¿Tanto echarías de menos San Francisco?

Juliana pensó en lo que había dejado allí: un trabajo donde los clientes le gritaban por teléfono, un apartamento que compartía con otras chicas que salían de fiesta y llevaban hombres a casa. Más de una vez se había visto obligada a dormir en el sofá del salón, pero incluso eso era preferible a volver a Emmetsville.

«Vende la granja», le dijo una vocecita. «Vende las tierras y no tendrás que volver nunca por allí».

La granja estaba en una zona de viñedos, entre Sonoma y Petaluma. Ya había recibido muchas ofertas y con ese dinero en el banco podría borrar la estúpida sonrisa de satisfacción del rostro de Valentina.

Niñera, por favor.

—La verdad es que no tienes ningún deseo de volver a San Francisco —dijo Valentina entonces, como si hubiera leído sus pensamientos.

—¿Por qué dices eso?

—Porque si quisieras vivir allí, ya habrías vendido la granja que heredaste de tus padres en el condado de Sonoma.

Ella la miró, atónita.

—¿Cómo sabes eso?

—Ya te he dicho que lo sé todo sobre ti. No eres capaz de vender la granja de tus padres, pero tampoco eres capaz de volver allí. Estás estancada.

Deseo y Temor |JuliantinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora