Capítulo 10.

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La luz de la hoguera iluminaba la noche otoñal mientras el vino fluía y los empleados y jornaleros daban cuenta de enormes cuencos de pasta, bandeja de antipasto y pan recién hecho en un horno de leña, además de fabulosos postres caseros.

Juliana estaba nerviosa cuando Cesare, Emma y sus tres hijos llegaron a la villa por la tarde. Y se puso aún más nerviosa cuando el ama de llaves le contó que Cesare no era solo un magnate hotelero sino también un príncipe.

¡Un príncipe!

Había temido que los Carvajal la despreciasen, pero en cuanto los recibió en la biblioteca se dio cuenta de que no había ninguna razón para estar nerviosa.

Cesare era alto y blanco como Valentina, con algunas canas en las sienes. Emma, su esposa americana, era una mujer encantadora que la abrazó cariñosamente.

—Así que tú eres Juliana. Cuánto me alegro de conocerte. ¿Y este es tu niño?

—Macario —dijo ella—. Ya tiene casi dos meses.

—Es adorable —murmuró Emma, acariciando la cabecita del bebé—. Y estos son nuestros pequeños monstruos: Sam, Elena y Hayes —le dijo, señalando a un niño de ocho años que miraba los libros en las estanterías, una niña que lo golpeaba vigorosamente con un oso de peluche y un pequeñajo que tiraba del vestido de su hermana.

Juliana esbozó una sonrisa.

—Qué agradables son.

Emma se llevó una mano al abdomen.

—Y este angelito que nacerá en primavera.

Emma Carvajal parecía serena, elegante y encantadora mientras ella, contessa o no, se había sentido como un zombi durante los últimos dos meses, siempre con mallas y camisetas manchadas de saliva.

Aquel era el primer día que se sentía como una mujer, no como un accesorio para el bebé. Con el vestido rojo y los labios pintados casi se sentía guapa. Pero ella solo tenía un hijo mientras Emma tenía tres y estaba a punto de tener otro.

—¿Cómo lo haces? —le preguntó—. Debe ser dificilísimo criar a tres niños pequeños.

—Con ayuda —respondió Emma, mirando a su marido.

Cesare le pasó un brazo por la cintura.

—Nada me hace más feliz.

Miraba a su mujer con tal cariño que a Juliana se le hizo un nudo en la garganta.

—Bueno, vamos a buscar a Valentina —dijo por fin—. Se llevará una sorpresa al verlos.

Valentina se llevaría una sorpresa, desde luego, pero no sabía si agradable o desagradable.

Antes de salir de la casa, les presentó a su tía Odette, que había decidido quedarse leyendo un buen libro y tomando una copa de coñac, y luego los llevó hacia la hoguera.

Los ojos de su mujer se iluminaron al verla con el vestido rojo, pero torció el gesto cuando vio a Cesare, Emma y los niños. Y, por su expresión, Juliana supo que había cometido un terrible error.

—Mira quién ha venido a visitarnos.

—Ya veo —murmuró Valentina—. ¿Cómo ha ocurrido?

—Yo los he invitado —respondió Juliana

—Ah.

—Era hora de que nuestros hijos se conociesen.

—Por supuesto.

Valentina saludó a su primo como si se hubieran visto unos días antes y luego le ofreció su mano a Emma, que la apartó para darle un abrazo.

—Me alegro mucho de volver a verte. Siento haberme perdido... en fin, todo.

Deseo y Temor |JuliantinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora