No debería haberla besado.
Valentina se despreciaba a sí misma por esa debilidad, pero ya era demasiado tarde. Mientras se sentaban en el vagón restaurante para cenar, la tensión sexual había llenado los silencios en la incómoda conversación. Juliana no mencionó el beso, pero podía ver las preguntas en sus ojos.
¿Qué significaba? Y, sobre todo, ¿volvería a ocurrir?
No podía seducirla y tampoco podía darle el amor verdadero o la clase de matrimonio con el que ella soñaba, pero sí podía hacerla feliz. Por eso había pasado el día enseñándole París, intentando que se alegrase de haber tomado la decisión de mudarse a Venecia mientras, al mismo tiempo, intentaba mantener las distancias.
Y entonces lo había estropeado todo besándola en la Gare de l'Est.
Por bella que fuese Juliana por salvajemente que su cuerpo hubiese reaccionado cuando le echó los brazos al cuello, no debería haber perdido el control. No debería haberla besado de ese modo.
Después de ese beso necesitaba desesperadamente una ducha fría y, tristemente, su compartimento privado no la tenía. No había querido reservar la gran suite del Orient Express, con su antigua cama y su baño estilo años veinte, porque estaba decidida a mantener las distancias.
Especialmente por la noche.
Después de compartir habitación con ella en París, no podría soportar otra noche en vela, sabiendo que, a unos metros, en la oscuridad, había una hermosa mujer medio desnuda. Verla en la cama, con la fina camiseta bajo la que se transparentaban sus pezones y sus pechos hinchados había sido una tortura.
Para ser justo, en su acalorado estado cualquier cosa era una tortura. Mientras le enseñaba París el día anterior había estado excitada constantemente. No dejaba de hablar para distraerse del deseo, contándole una historia absurda detrás de otra. Valentina torció el gesto. No podía creer que le hubiese hablado sobre la plaga de filoxera de 1871.
Tenía que controlarse, pensó. No podía seducirla o provocaría un desastre no solo para sí sino para ella y para su hijo. Si lo hacía, Juliana le ofrecería su corazón y ella se lo rompería porque no podía ofrecerle el suyo a cambio. Y sería su hijo quien más sufriese por ello.
Sus padres se habían odiado. Se gritaban a todas horas y habían amenazado con divorciarse muchas veces. Su madre lloraba, tiraba platos, libros, lo que tuviese a mano, cada vez que descubría una nueva aventura de su mujer. Su padre, por su parte, decía que esas aventuras eran culpa suya porque era una borracha, una arpía.
Habían empezado el procedimiento de divorcio muchas veces, dando conferencias de prensa en las que se acusaban el uno al otro de crueldad y adulterio, antes de decidir seguir casados «por sus hijos».
Las revistas de cotilleos estaban encantadas con el conte y la contessa di Rialto, tristemente célebres por sus peleas maritales, pero esa experiencia no había sido agradable para sus hijos. Tantos dramas, tantos gritos. Valentina sabía que sus padres se habían amado locamente al principio, pero ese amor se había convertido en odio y los votos matrimoniales en promesas rotas.
Valentina había jurado ser diferente y lo había conseguido. Era una mujer de palabra, una persona honorable que cumplía sus promesas. A cualquier precio.
«No debería haberla besado».
Y ahora estaba pagando el precio porque, después del beso en el andén, solo podía pensar en el dulce y ardiente fuego de sus labios.
La deseaba como nunca había deseado a una mujer y, después de cenar, había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para dejarla en la puerta de su compartimento. Juliana parecía sorprendida, incluso dolida, cuando se despidió con un simple «buenas noches».
ESTÁS LEYENDO
Deseo y Temor |Juliantina
RomanceNunca la habían tocado... Pero estaba esperando un hijo suyo. Embarazada de siete meses, Juliana Valdés, una inocente madre de alquiler, decidió que no podía renunciar al hijo que había engendrado para una pareja italiana. Pero, cuando viajó a Venec...