Capítulo 7.

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Tres semanas después, Juliana contenía el aliento mientras se miraba al espejo.

Con un vestido lencero blanco cortado al bies, el corpiño sujeto por dos finos tirantes y un velo transparente rematado con encaje, era la perfecta novia embarazada, pero había tenido que retocarse los labios tres veces porque no dejaba de mordérselos.

Cuánto le gustaría que alguien le dijese que todo iba a salir bien, que no era un error casarse con Valentina. Si sus padres estuvieran allí, o sus amigas de la infancia. Pero la única persona que podría acudir a la boda era Odette y su tía no se había mostrado precisamente animada cuando la llamó para darle la noticia.

—¿Vas a casarte? ¿Por qué tanta prisa? —le había preguntado.

Juliana no podía explicarle que su prometida se había negado a hacerle el amor hasta la noche de bodas.

«No puedo dártelo todo, pero al menos puedo darte ese sueño», le había dicho, antes de besarla hasta dejarla mareada.

Por supuesto, no podía contarle nada de eso a su tía.

—Queremos casarnos antes de que nazca el niño.

—Ah, entonces iré a Venecia a visitaros —había dicho Odette—. En otoño, para conocer a mi sobrino nieto.

—¿Por qué no vienes ahora? Valentina puede enviarte su avión privado.

—Alguien tiene que hacer las tortillas y llevar el restaurante, Juliana —respondió su tía. —No puedo irme de aquí en temporada alta. Aún no he recibido una mala crítica y no quiero recibirla. ¿Crees que los euros y las buenas críticas crecen en los árboles?

—Por favor, tatie —le había suplicado Juliana. —Te necesito.

Odette se quedó callada un momento.

—¿Estás segura de lo que vas a hacer?

—Claro que sí —había respondido ella, aunque su tono no era tan firme como le habría gustado.

—Entonces, bon courage, ma petite. Nos veremos en septiembre.

Coraje y suerte. Juliana iba a necesitar ambas cosas.

Durante las últimas tres semanas, Valentina y ella se habían encargado de los requisitos legales para contraer matrimonio, desde pedir los documentos al consulado americano a firmar los acuerdos prematrimoniales. Juliana había esperado que ocurriese algo que hiciera imposible la boda o que Valentina cambiase de opinión, pero no había ocurrido nada de eso.

Se sentía feliz, drogada de deseo. Como la última semana, cuando Valentina la llevó a Murano para ver los talleres de cristal soplado. Debería haber prestado atención a una técnica tan interesante y antigua, pero las manos del soplador la hicieron imaginar cómo sería tener las manos de Valentina deslizándose así sobre su cuerpo... sobre sus pechos, sus caderas, sus muslos.

Aún temblaba al recordarlo.

Solo cuando estaba sola, como en ese momento, se sentía insegura al recordar sus palabras.

«Nuestro matrimonio no será un cuento de hadas, no será lo que cantan los poetas».

Por muchas veces que se repitiese a sí misma que ya no era una niña y no creía en cuentos de hadas, Juliana recordaba a sus padres, que se habían querido tanto.

Su padre dejaba la cafetera puesta antes de subirse al tractor, para que el café estuviese listo cuando su mujer se levantase. Su madre, a cambio, le hacía su postre o su plato favorito. Y cada noche, después de cenar, sus padres ponían un viejo tocadiscos y bailaban en la cocina. A veces la envolvían a ella en el abrazo, haciendo un círculo de amor... Le dolía el corazón al recordarlo.

Deseo y Temor |JuliantinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora