Final.

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Una hora después, cuando su chófer llevó a Juliana y a su hijo al aeropuerto, la villa se quedó en silencio.

Había dado el día libre a todos los empleados para celebrar el final de la cosecha, de modo que estaba solo. Valentina fue a su estudio, el último sitio en el que había hablado con Juliana, e intentó leer correos e informes económicos, pero no podía concentrarse. No podía dejar de recordar la expresión de su mujer cuando le dijo que quería el divorcio.

Ahora se había ido. Juliana y su hijo se habían ido.

Y estaba sola. No volvería a escuchar la risa de su mujer o los alegres gorgoteos de su hijo.

Paseó por la casa, pero nunca le había parecido más solitaria. Aquel había sido siempre su hogar, pero ahora era tan frío y desolado como el palazzo en Venecia. Y no podía volver al palazzo porque era allí donde se habían conocido, donde habían hecho el amor por primera vez. No, tampoco podía ir allí, pensó, con los puños apretados.

¿Entonces dónde?

Debería llamar a su abogado para pedirle que comenzase el procedimiento de divorcio. Por supuesto, a Juliana y a su hijo nunca les faltaría nada. Le daría todo lo que pidiera, la mitad de su fortuna si era necesario.

Pero Valentina sabía que no era eso lo que Juliana quería de ella.

«Te quiero. Me habría quedado contigo para siempre».

Cuando pasaba frente a la biblioteca se detuvo al ver una sombra en el suelo. ¿Uno de los juguetes de Macario?

Frunciendo el ceño, Valentina entró en la habitación. Era un osito de peluche que no había visto nunca. ¿De quién sería?

«Tu mujer merece que la trates mejor, Valentina».

Eso le había dicho Cesare, su primo, la noche de la hoguera.

Era algo que ella ya sabía, algo que intentaba desesperadamente no reconocer.

—Tu matrimonio no durará —le había respondido, airada—. Tu familia se romperá y tus hijos sabrán que no has cumplido tu palabra.

—Te equivocas —había respondido Cesare tranquilamente—. Me arrancaría el corazón antes de traicionar a mi familia.

Valentina miró el osito de peluche, preguntándose a cuál de sus hijos pertenecería. Le pediría a su ayudante que lo enviase a la casa del lago Como, pensó.

Pero cuando iba a dejarlo sobre una mesa se detuvo, con el corazón en la garganta. Lo llevaría ella personalmente, decidió. ¿Por qué no? ¿Qué otra cosa tenía que hacer? Cualquier cosa para alejarse del recuerdo de Juliana.

Tres horas después, llegaba a la hermosa villa de Cesare frente al lago.

—¿Qué haces aquí? —exclamó su primo, atónito.

—He traído esto —respondió Valentina, mostrándole el osito de peluche.

—Muchas gracias. No te imaginas lo que nos costó dormir a Elena sin su osito de peluche.

—Me alegro —dijo Valentina, incómoda—. Bueno, en fin, me marcho.

—Espera un momento. ¿No quieres cenar con nosotros? Al menos, ven a saludar a Emma.

Valentina saludó a los niños, que parecían más entusiasmados por el osito que por su aparición, pero la mujer de Cesare le dio un abrazo.

—¿Dónde está Juliana?

—Se ha ido —respondió Valentina, con voz estrangulada—. Ha vuelto a
California.

—¿Qué? ¿Por qué?

Deseo y Temor |JuliantinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora