Capítulo 12

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Tsunami se alzó sobre las patas traseras y comenzó a arañar los muros de piedra con las zarpas.

 —Busca algo que mueva la piedra —dijo.

 Cieno escupió otra llamarada de fuego directa al muro de su izquierda. No parecía más que roca plana y ordinaria con unas pocas fisuras que la atravesaban del techo al suelo. Cieno hundió las garras en los huecos de las fisuras probándolas. No ocurrió nada, salvo que acabó con un intenso dolor de garras.

 Olisqueó alrededor de la gran piedra y, a continuación, arremetió contra ella, pero no se movió más de lo que se había movido todas las otras veces que la había empujado desde el otro lado.

 —Espero que Nocturno no estuviera equivocado —soltó, ignorando el miedo que empezaba a pesarle en el estómago—. También espero que de verdad podamos abrirla desde aquí.

 —Podremos —la voz de Tsunami resonó en la cueva con fiereza—. Debe de haber una palanca o algo, o puede que...

 La dragonet retrocedió un par de pasos, mirando fijamente la parte de arriba de la piedra.

 —... magia —terminó Cieno por ella—. ¿Y si hace falta una palabra mágica? ¿O algún tipo de talismán que, evidentemente, nosotros no tenemos?

  Tsunami siguió mirando fijamente la piedra, frunciendo el ceño. Entonces sacudió la cabeza.

 —Hubieran necesitado un dragón animus para encantarla. Además, ni siquiera estamos seguros de que esos dragones existan de verdad.

 Lo único que recordaba Cieno de la clase que les habían dado sobre magia y dragones animus era que tenían poder sobre los objetos. Lo recordaba porque Nocturno se había pasado el resto del día moviendo la nariz en el aire por todas partes, proclamando que los Alas Nocturnas eran más poderosos y mágicos que cualquier tipo de dragón animus mitológico.

 —Si son tan maravillosos, ¿por qué los Alas Nocturnas viven en algún sitio misterioso donde nadie puede encontrarlos? —le había preguntado Cieno.

 —Fácil —le había respondido el otro dragonet con altivez—. Es porque tenemos todos esos poderes especiales y no queremos que los otros dragones se sientan inferiores.

 «Aunque lo sean», era lo que decía a las claras su rostro.

 Cieno había soltado una risilla.

 —¿Poderes especiales como cuáles? —le había preguntado.

 —Ya lo sabes —le había dicho Nocturno, que parecía enfadado—. ¿Telepatía? ¿Precognición? ¿Invisibilidad? ¿Hola?

 —Tú no puedes hacerte invisible. A ver, sí, eres un dragón negro. Así que es difícil distinguirte cuando te ocultas en las sombras. Eso no es un poder. Yo también me haría invisible si me escondiera en una charca de barro.

 —Sí, vale —le había contestado su amigo—, ¡nosotros podemos aparecer por sorpresa en la oscuridad de la noche! ¡Abalanzarnos sobre ti como si de pronto te hubiera caído encima toda la fuerza del cielo nocturno! —había dicho, mientras abría sus alas majestuosamente.

 —Aún sigue sin ser un poder. Solo os comportáis como unos raritos espeluznantes.

 —¡No somos espeluznantes! —le había gritado Nocturno, elevando la voz—. Somos magníficos e impresionantes. —Guardó silencio un momento para respirar una honda bocanada de aire—. Además, somos los únicos que podemos ver el futuro.

 —Bueno, hasta que los Alas Nocturnas no se nos echen encima apareciendo entre las nubes, lo único que tenemos son rumores y una profecía rimbombante que podría significar cualquier cosa. —En ese momento, Cieno se había bajado del saliente de la roca y había mirado a Nocturno—. Lo que quiero decir es que tú no tienes ningún poder especial, ¿verdad? Si no contamos tu inteligencia singular, claro.

Alas de Fuego: La profeciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora